Las lunas de Urano

María Jesús Ruiz/caoCultura

Largo viene siendo el debate sobre si existe o no una escritura específicamente femenina. Largo y nada estéril, a mi parecer, porque la pregunta, lejos de llevarnos a callejones sin salida, nos acerca amablemente a modos de escribir hasta ahora poco canónicos, que iluminan caras ocultas de la literatura. Al respecto, una de las autoras más convencidas de que ser mujer implica una escritura singular (Carmen Martín Gaite), dice lo siguiente: «En el fondo, la mayor diferencia entre el discurso masculino y el femenino estriba en que un hombre no se resigna a no entenderlo todo… Ella, en cambio, desconfía muchas veces del entendimiento como norma». Y añade: «Ninguna mujer que decide coger la pluma ha dejado de sentir antes una cierta incapacidad para distinguir el mundo de los sueños del de la realidad».

Si, a partir de estas observaciones, intentásemos establecer un canon de escritura femenina, Mi medio pomelo sería el ejemplo más perfecto para explicarlo. Pero -será porque aún es escasa la nómina de autoras en la historiografía literaria, o será porque ese «modo femenino» de escribir finalmente resulta que no es privativo de las mujeres- la novela de Candina Laka me ha emocionado como sólo lo han hecho ciertos textos poéticos (muy poéticos) firmados por hombres. Y se me ocurren, por empezar, dos: Sueño de una noche de verano, de Shakespeare y Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. El olor de Mi medio pomelo es el de la fantasía de Shakespeare, un trasfondo muy consciente para la autora (creo), pues personajes y detalles de la narración remiten directamente a él, y sobre todo a él remite «esa agradable y narcótica ensoñación asociada a las hadas» destacada por la crítica. Del Cántico espiritual esta novela hereda, también, el dominio de un territorio onírico, y además otras cosas: la exigencia al lector de que transite el texto no de modo lineal, sino como un mosaico de pequeñas teselas (de tonos suaves muchas, de brillo refulgente unas pocas) que acabará dándole una imagen armoniosa y completa de lo que ahí dentro ocurre; y la ausencia de verbos que aceleren o impongan una trama convencional.

Porque lo que ocurre en Mi medio pomelo –lo más importante– no tiene verbos. Volviendo al símil de sensaciones del Cántico espiritual (y de algún otro poema de ese adorable místico al que Gloria Fuertes llamó, llena de lógica, «Juanito»), la novela de Candina Laka nos va meciendo en una canción interminable que nos convierte en lectores contemplativos: como cuando leemos «Mi amado, las montañas, / los valles solitarios nemorosos, / las ynsulas estrañas, / los ríos sonorosos, / el silvo de los ayres amorosos…» y nos quedamos perplejos al comprobar que ahí está ocurriendo algo muy importante, trascendental, sin que haya un solo verbo de movimiento. Una canción, pues, con varios ritornelos que hilvanan el sueño con la vigilia, logrando ese espacio onírico del solsticio de Shakespeare; estribillos para suspender el tiempo e insistir en que es el paso del amor –y no el paso de los días– lo que nos transforma: poemas («La escuché riendo. / La escuché que reía. / La escuché: reía…»), imágenes (unos zapatos de charol negros con suela roja, las manos sobre la hierba, la tarta de piña), adivinanzas («¿dónde esconderías un tesoro?»), retahílas («un limón y medio limón, / dos limones y medio limón…»), olas para surfear, siempre las mismas, siempre distintas.

Los personajes –algunas de las veintisiete lunas de Urano– orbitan, suspensos en la apacible atmósfera veraniega, en torno a la masa fluida, densa y caliente del planeta, compuesta ésta por dos sustancias esenciales: el amor y los secretos.

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