- Susana Ríos
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Un hombre escribe cartas a su sobrino muerto, al tiempo que muestra las que él mismo escribió —y las que recibió— cuando era niño. De este modo desvela una historia tipo mosaico: la de una familia cuyo pasado quedó íntimamente ligado a la guerra, a la locura y al abandono.
En este making of Susana Ríos desvela de dónde salió El hombre que se quebró en niños (Baile del Sol).
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Estoy en la librería El Paso, delante del estante donde están colocados los libros de la editorial kriller71. Uno de los lomos es gris. Es el volumen poesía #37: gabriel: un poema, de edward hirsch, así, en minúsculas. Lo cojo y lo abro por una página cualquiera.
Hacía solamente unos días había escrito:
«Hay una profundidad que no se aguanta en la escritura, como una arquitectura que no se sostiene porque su estructura viola las leyes de la física; y es que el lenguaje es versátil, pero a veces su plasticidad no alcanza, no llega a rozar la profundidad que vi en tus ojos, y no importó el poco tiempo, porque la profundidad puede llegar de repente, como la bomba que hizo volar a la niña como una libélula y destrozó su estructura, pero la profundidad puede también dejarte entero, tu estructura de niño intacta hasta la piel, y quedarte solamente eso. Hueco».
Este texto está inspirado en la mirada de uno de mis hijos, o de todos ellos, porque los tres tuvieron en algún momento esa mirada. Igual la semilla de mi novela, la imagen fecunda de Umberto Eco, es en realidad la imagen de sus ojos, de sus seis ojos pequeños.
Abrí gabriel: un poema por una página al azar.
En esa página, edward hirsch, así, en minúsculas, perdió un hijo. El hijo había muerto por consumir algún tipo de droga y el autor planteaba lo apropiado e inapropiado de su paternidad, la duda de la paternidad, la paternidad como una duda. Que ese chico perdido fuera un hijo adoptivo hizo que esa página no fuera cualquier página, que ese hijo no fuera cualquier hijo, que gabriel pudiera ser a la vez su hijo y el mío, que esa duda pudiera ser también mi duda, que pudiéramos estar juntos en todo esto y que él ni siquiera lo supiera, que yo, en un único gesto, cogiera el libro en las manos y me lo llevara a casa para colocarlo siempre en un lugar próximo, notable, mayúsculo. No se entiende que todo eso estuviera escondido tras un austero lomo gris, mudo, sin relieve.
gabriel
La semilla de mi novela fueron los ojos de un niño que imitaba a gabriel y un padre convencido de que su hijo iba a morir. Podría haber sido una paranoia, todos a su alrededor pensaban que lo era, pero el hijo muere al principio, igual que gabriel.
No hay solución al problema de la paternidad. Donald, amigo de edward hirsch en minúsculas, dijo que no es posible conquistarla. Igual tiene razón y la paternidad es una asíntota, igual quema, igual debería haber una prevención hacia la paternidad porque, ¿qué haríamos de alcanzarla?, probablemente quedarnos cómodos allí, ufanos, orgullosos, cada hijo sería un intento, como los tiros con balines a las cintas de colores de las ferias, el siguiente seguro que lo acierto. Pasearse con el premio. La paternidad no debería ser un premio ni la filialidad una cárcel.
No entiendo por qué la palabra “filialidad” ha caído en desuso.
Todos hemos oído hablar sobre los peligros de leer mientras se escribe. Yo sí leo, y en ese proceso me pregunto cómo se relaciona lo que estoy leyendo con el tema de mi escritura, porque cuando escribo tengo la sensación de que todo lo que sucede está conectado con lo que estoy construyendo. Muchas veces, aunque superficialmente la relación parece inexistente, en ese proceso de preguntarme, de ir hacia dentro de las cosas, el nexo aparece de repente y entonces esa lectura entra dentro de aquello que estoy escribiendo. Pero esto no se parece nada a una búsqueda bibliográfica, es algo que tiene más que ver con un diálogo en el que lo que leo entra y sale de forma natural de lo que escribo. A veces tengo la sensación de que no soy yo quien lo hace, que hay una conversación entre ellos que me excluye, que no es mía, y que no puedo hacer nada para evitarlo.
La primera versión de la novela tenía 116 pies de página que iban relatando la propia construcción de la novela y que finalmente retiré porque, aunque para mí tenían un cierto valor, interrumpían constantemente la lectura. En ellos explicaba, por ejemplo, cómo, después de encontrar el libro de gabriel, escuché una entrevista a Edward Hirsch que me llevó a su libro 100 Poems to Break Your Heart, donde encontré el poema de Stanley Kunitz y descubrí a Victoria Chang, o cómo escuchando la conferencia On Corners, de Anne Carson, en la que hablaba de la demencia de su padre, esta citó a Bachelard, y buscando esa cita en su Poética del espacio, encontré otra cita, esta de Henri Bosco, y después su libro El niño y el río, que es una pieza importantísima de mi novela. Este libro y su segunda y tercera parte fueron un gran descubrimiento lleno de sorpresas que no es el momento de revelar.
Mi escritura está hecha de pedazos. Cada pedazo es una carta que empezó siendo también un conjunto de pedazos, pequeñas frases o párrafos o palabras sueltas que poco a poco fui conectando. Cada palabra, frase, espacio, la puntuación o la falta de ella son importantes. No hay suerte en la escritura, dice Ocean Vuong, tienes que hacerlo bien, continúa, las comas, las frases, cada palabra es como un ciudadano en esta esperanza colectiva hacia la claridad, y como en cualquier proyecto cívico, cada ciudadano cuenta, cada palabra cuenta.
La forma.
Buscarla. El texto no funciona hasta que se encuentra la forma apropiada.
El sonido.
Leer y escuchar cada texto.
Todo cuenta.
Trabajé cada carta por separado, buscando darle una entidad propia para que pudiera ser leída también fuera del orden que le fue asignado en la novela. Escribí las cartas de forma desordenada, y al final hice como algunos guionistas: escribí una ficha para cada carta y las coloqué sobre una mesa o en el suelo, y fui probando un orden tras otro hasta encontrar el orden correcto.
El núcleo está en las cartas que Pepe le escribió a su hijo, y desde ahí fue creciendo en varias direcciones, todas hacia alguna infancia. Creo que mi novela no tiene un principio, que el comienzo es más bien una introducción, una explicación, porque las cartas están en realidad en una caja de lata, desordenadas. Principio es «causa u origen de algo, primer instante del ser de algo, todo lo que precede al texto de un libro…»”, pero, ¿qué es aquello que precede al texto de un libro? «Lo que precede» podrían ser los seis ojos pequeños o mis manos, cuando eran también pequeñas, sosteniendo mi diccionario ITER SOPENA, buscando significados, o la extrañeza de mi infancia o de mi adultez o de mi maternidad de dentro y fuera del cuerpo o… «El primer instante» podría ser la muerte del hijo, pero esta podría ser a la vez el centro y el final. Al no haber principio, no hay tampoco algo «que termine o cierre», una resolución, un alivio, una respuesta, porque como dijo Donald Barthelme: «no es posible conquistar la paternidad».
39758 palabras, preguntas, un lenguaje que no alcanza, un diluvio, golpes, asesinos, monstruos, padres, hijos, ángeles, alas, desertores, locos…
Todo para dar sentido a una imagen.
Mi hogar literario durante la elaboración de este proyecto fue la Escuela Canaria de Creación Literaria dirigida por Antonia Molinero, donde realicé varios cursos y encontré una comunidad con la que compartir y conversar sobre literatura. Mi agradecimiento infinito a Antonia Molinero, directora también de la Agencia Literaria AM, por la confianza y el apoyo para la publicación de este proyecto, y por supuesto a Tito Expósito, editor de Baile del Sol, que lo hizo posible. Mi agradecimiento también a la Escuela Billar de Letras y a Ronaldo Menéndez por su apoyo y sus valiosos consejos.
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Publicado originalmente en: https://www.zendalibros.com/la-imitacion-de-gabriel/