“Las fronteras se han hecho para los pobres”

La víspera de la Navidad del año 2000, el joven camerunés Isaac Ebelle partió de su humilde chabola de Duala para encarar la ruta de la emigración ilegal a Europa. Dejaba atrás una familia destrozada, una novia embarazada y un porvenir sin esperanza. Le aguardaban el desierto más terrible del mundo, las mafias que se nutren de la desesperación humana, los cayucos, las alambradas, los campamentos de refugiados, la corrupción y la maldad en estado puro, y también la solidaridad más generosa. Enterró a sus hermanos de viaje, burló a la muerte, se sobrepuso al fracaso, la deportación, el secuestro, el hambre y la sed. Y cuando alcanzó su objetivo, pudo comprobar que en el sueño que le había sostenido también cabían la explotación y el racismo. El periodista bilbaíno Pascual Perea ha dado forma a este duro pero esperanzador testimonio en el libro ‘Una luz en el desierto’, que ahora presentan.

—¿A quién puede interesar un libro sobre las vicisitudes de un emigrante africano en su camino a Europa? Al fin y al cabo, hay millones de historias similares en nuestras ciudades.

(Pascual Perea) —Precisamente por eso interesa, porque esas historias están ahí y casi nadie las conoce. En cierta ocasión, viendo a uno de estos emigrantes vendiendo paraguas de bar en bar, me asaltó una pregunta: ¿qué vivencias guardará este hombre en su mochila? En ese momento decidí escribir este libro. Además, pese a todos los años que lleva abierta la ruta de la emigración africana a Europa y los miles y miles de personas que la han transitado, es muy poco lo que se sabe de ella. No hay películas al respecto, casi no hay libros…

—En realidad, este es un libro de aventuras…

(Pascual) —Es mucho más que eso, pero también es eso. Es un relato emocionante y dramático, con acción y valentía a raudales, sacrificios sin cuento, héroes y villanos. Y lo mejor es que sus protagonistas son seres de carne y hueso, a los que el lector podría conocer en persona. Porque están entre nosotros, cuidando a nuestros ancianos, limpiando las cloacas o vendiendo por la calle calcetines de imitación.

—Isaac, usted es el protagonista. Recuperar unas vivencias tan dolorosas habrá reabierto muchas heridas.

(Isaac Ebelle) —Es cierto. Aunque hayan pasado muchos años, de pronto te asaltan recuerdos que permanecían enterrados y se revuelven muchas cosas en las tripas y en la cabeza. Pero, mucho antes de conocer a Pascual, yo ya me había planteado a menudo si no debería ser mi voz la que lo cuente.

(Pascual) —En el transcurso de las muchas conversaciones que mantuvimos Isaac y yo, hubo momentos, al recordar pasajes especialmente dolorosos, en que Isaac no pudo evitar llorar. Yo agradezco especialmente su valentía al brindarse a reabrir esas heridas.

(Isaac) —Hacerlo no solo significó representar a todas esas personas que han vivido experiencias parecidas a las mías, también fue una forma de librarme de la mochila de dolor que llevaba dentro.

—Usted dejó atrás una madre enferma y una novia embarazada para jugarse la vida persiguiendo el sueño de llegar a Europa.

(Isaac) —Lo hice por mí y también por ellas, para darles un futuro mejor. Siempre he dicho que las fronteras se han hecho para los pobres. Cualquier europeo puede levantarse una mañana, coger su pasaporte y salir al mundo. Las fronteras están ahí para que nosotros, los africanos, nos quedemos donde estamos. Aunque no tengamos trabajo ni posibilidad de prosperar. Yo tomé esa ruta porque mi desesperanza ante la falta de oportunidades se había convertido en desesperación, porque había llegado a un estado en el que ya no podía seguir allí. Y cuando gasté mi dinero solicitando un visado que no me iban a dar, lo único que me quedaba era la ruta del desierto. Mi historia es la de millones de africanos. Algunos llegan a su destino, otros se quedan en el camino.

—Fue secuestrado y amenazado de muerte, fue testigo de la violación de sus compañeras de viaje por soldados argelinos, tuvo que pagar mordidas a policías corruptos, vio torturar a camaradas por el pago de una deuda… En la ruta conoció lo peor del ser humano.

(Isaac) —Y también lo mejor. El ser humano es complejo, tan capaz de matarte por unos billetes arrugados como de darte su último trago de agua en el desierto. Yo he visto las dos cosas.

—¿Cuál diría que fue la experiencia que más le marcó?

(Isaac) —Me enfrenté a muchas situaciones difíciles, pero la peor fue la travesía del desierto. Es muy duro ver cómo se muere en tus brazos un amigo sin que puedas hacer nada por él, solo taparle con arena y seguir tu camino. Ver los esqueletos de emigrantes que jalonan el camino y pensar que seguramente sus familias creen que ya se encuentran en Europa, sentir que tú serás muy pronto otro cadáver más porque se te ha acabado el agua....

—Y, aun así, sigue habiendo quien se atreve a escoger esa ruta.

(Isaac) —Si estás atrapado por un incendio en un tercer piso y tienes una ventana abierta, seguramente saltarás, aunque puedas morir o resultar herido. Así se sienten muchísimos jóvenes africanos, atrapados en sus países sin otra salida que la emigración ilegal.

—¿Aconseja a sus compatriotas que se lo piensen dos veces antes de seguir sus pasos?

(Isaac) —Nunca he recomendado a nadie que tome esta ruta, por muy mala que sea su situación. Cuando en África me preguntan por mi experiencia, yo digo que he visto cosas por las que ningún ser humano merece pasar. El desierto del Sahara es un cementerio de personas, como lo son el Atlántico y el Mediterráneo. Y hay mucho más que no se ve: mafias, extorsión, penalidades, esclavitud. Quienes hemos pasado por eso conocemos la cruda realidad, y por eso no enviaríamos a nadie a seguir nuestros pasos. Pero soy consciente de que, al margen de lo que yo pueda decir, cada uno tomará su decisión.

—Al leer el libro, uno se identifica fácilmente con estas personas; pero cuando llegan aquí, encuentran incomprensión, indiferencia o rechazo.

(Isaac) —Mucha gente cree que los que saltan la valla o se echan al mar en un cayuco son delincuentes o buscadores de subsidios, y no es así. Entre ellos hay músicos, periodistas, doctores, futbolistas… Lo único que tienen en común es que buscan una vida mejor, exactamente igual que los españoles que emigran a Alemania. Hasta los animales, cuando hay sequía en el bosque, se trasladan buscando agua y comida. Nadie sale de su país para vivir de un subsidio. Lo que todos ambicionan es ganarse la vida con su esfuerzo y ayudar a los suyos. El discurso político tampoco ayuda mucho.

—Usted consiguió llegar, y descubrió que el lugar que había alcanzado no era el paraíso.

(Isaac) —Antes de salir de Camerún ya sabía que el dinero no cae del cielo en Europa, que debería aceptar los trabajos que nadie más quiere hacer. Lo más duro es, precisamente, descubrir que no puedes hacerlo, que una ley de extranjería te exige pasar tres años sin hacer nada, sin poder mandar dinero a tu familia, antes de tener un papel que te permita ganarte la vida. Muchos no aguantan, se desesperan; algunos renuncian, otros se matan al ver que no pueden realizar su sueño. Es habitual para un inmigrante ilegal pasar siete o diez años sin poder viajar a África ni ver a su familia, porque sabe que si lo hace no podría regresar.

—¿Ha sufrido el racismo en sus propias carnes?

(Isaac) — Lo he sufrido en múltiples formas, en pequeños detalles cotidianos de los que un español quizás ni siquiera se percate. Hay que tener mucha fuerza interior para que esas experiencias no te cambien. Allá donde voy, siempre digo que los seres humanos vamos a seguir siendo diferentes, pero también somos iguales. El respeto a la diferencia, aprender a valorar lo que nos aporta ser diferentes, debe estar por encima del orgullo y del color de la piel.

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