- Miguel A. Zapata
- Reseñas
Me generaba algo de respeto tu 'Poética del ermitaño', que se me antojaba un remedo del Thoreau y su cabaña en el lago Walden, una alabanza del apartamiento, de la voz interior, del mirarse para dentro, que eso está muy bien, y hasta creo en ello, pero uno ya ha leído mucho, como ha leído bastante, una ínfima parte de lo publicado, eso sí, sobre las bondades del caminar, el flaneurismo, santeuring y demás formas de llamar a la divagación del paseo. Ya en la primera página descubrí aliviado que el último libro de Zapata es de todo menos solemne, de todo menos pretencioso, de todo menos grave. De hecho, es irónico, a ratos procaz, no irreverente pero casi. Hay un ermitaño, Don, así se llama, en efecto, pero también gente alrededor. Hay una huida, pero también elementos, como cierta familia, de la que no es posible huir sino acaso tirando el móvil a.t.p.c, en uno de los mejores capítulos del libro, por cierto, y no hago espóiler, porque los espóilers son para las novelas de aeropuerto y esta no lo es. «Aunque huyas, Don, siempre habrá un miasma, un vaho venenoso de aquel aire de los primeros días, un cordón umbilical esclerótico, un camino de retorno al inicio». Don es un ermitaño atípico, un ermitaño más cerca del clochard moribundo, del homeless de varios techos ambulantes; un alcohólico que no bebe (mórbidamente), un violento que no pega, y un suicida que no se mata. Por eso resulta un personaje interesante: arrastra tensiones. A veces nos cae mal por la propia descripción que de él se hace. Ese «Don es ateo» que automáticamente nos hace pensar en alguien demasiado preocupado en autoetiquetarse, en alejarse de ciertos marchamos, cosa algo juvenil por otra parte. Pero luego nos sorprende con mayores alturas de miras, como cuando no entiende, y ahí entra lo misterioso de la vida, que su propia madre no acabara con él a las primeras de cambio, «tan llorón, tan informe, tan frágil e innecesario». Don sobrevivió a su propia madre, lo cual no deja de ser asombroso, si lo pensamos bien, pero no sobrevivió tanto a su familia, y a otros fantasmas, así que decidió huir, si es que eso es posible. Materiales gustosos para una novela en la que he sentido ciertas voces actuales. Influencias que están en el aire, en el Zeitgeist, y que nos moldean a unos y otros, bebamos o no de esas fuentes. Especialmente la de FL Chivite en su reciente serie de FERDY, en su antisolemnidad y descreimiento irónico, y también la de Diego Sanchez Aguilar, con esos ambientes rurales un poco a lo 'Obabakoak', en los que se habla de una guerra no muy lejana pero sin citarla en concreto, como pasa en 'El organista'. También vi ecos de Manuel Vilas, Ray Loriga y de, ojo, Jon Fosse, porque el libro tiene un resabio nórdico, pero esto ya son cosas mías.
Viva Zapata