Un poeta vencido

Por Ramón Rozas/DIARIO DE PONTEVEDRA

Era uno, pero en él se citaban muchos otros. Nadie ejemplifica de manera más concreta aquello que, otro gigante de la poesía, Walt Whitman, afirmaba en su "contengo multitudes". Las multitudes de Fernando Pessoa fueron sus heterónimos y entre todos ellos generaron algunas de las páginas más hermosas de la literatura, al tiempo que convertían Lisboa en un mirador sobre la existencia humana.

El onubense Manuel Moya, auténtico experto en las multitudes pessoanas, coordinador de numerosas antologías poéticas de cada uno de sus heterónimos y que próximamente nos presentará una minuciosa biografía de Fernando Pessoa, es quien afronta, en esta pequeña novela, el devenir vital de uno de los primeros héroes trágicos de la literatura urbana del siglo XX. Lluvia oblicua, editada con mimo por Baile del Sol, es, a su modo, también una biografía, si bien alejada de la correlación de datos que se le presupone al género, pero convirtiendo todos esos movimientos vitales en un permanente latido de humanidad que hace de este texto uno de los mejores tranvías a los que subirse para conocer y reconocer al autor de Mensagem.

Entre el tabaco, el bagaço y los sueños convertidos en derrota, Fernando Pessoa se aproxima al precipicio en que se convertirán sus últimas horas, por supuesto, trashumantes por calles, plazas, cafés, oficinas y cais de la capital lusa. El paisaje de Lisboa tiembla de manera cada vez más intensa por las puñaladas en el costado que sufre el poeta, por las toses insistentes y por un hígado que renunciaba a seguir aliviando los excesos etílicos de un Pessoa que asume todas esas miserias como el poeta vencido que se siente, como el niño fracasado ante la figura ausente de una madre que, desde el cementerio de Os Prazeres, reclama su presencia para recuperar aquella felicidad compartida, el único instante, el de la infancia, en el que Fernando Pessoa pudo mirarle a los ojos a la alegría.

"Si escribo lo que siento es porque así atempero la fiebre de sentir", escribe el Bernardo Soares del Libro del desasosiego, y esa fiebre permanente es la que en el propio texto de Manuel Moya va en progresión hasta su final, cuando la lluvia lisboeta que el propio Pessoa decía que caía de manera oblicua, había ya ahogado al vate. En todo este proceso de deterioro Fernando Pessoa nunca estuvo solo y a partir del centro imantado que él simbolizaba, los Álvaro Campos, Bernardo Soares, Ricardo Reis o Alberto Caeiro, y otros menos conocidos, como el Barón de Teive, le acompañaban en ese reflejar al ser humano, sumando papeles a ese baúl inmarcesible, maná inagotable de una personalidad que era muchas, también de amores, como el de Ofelia, de interés por el esoterismo, la política y, en definitiva, por un mundo que nunca le gustó, de ahí que se empeñara en inventar nuevos mundos.

A esos nuevos mundos, a los mundos de Pessoa, es a los que nos acompaña Manuel Moya desde una espléndida escritura, diáfana y emocionante en la explicación de la progresiva derrota de quien se consideró un poeta vencido por la propia vida.

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