- Ignacio Gaspar
- Reseñas
Besay Sánchez Monroy/Revista Trasdemar
En la literatura canaria no es raro el caso de autores interesantes que se escapan de los grandes focos editoriales, pero ninguno tan particular como el de Ignacio Gaspar. Nacido en 1956 en Charco del Pino, un pueblo del sur de Tenerife, ha desarrollado una personalísima carrera literaria publicando sus cuentos en periódicos, revistas y ediciones de autor. Esta dispersión parece haber afectado a la difusión de su obra, por lo que no es aventurado afirmar que era prácticamente un desconocido a ojos del público hasta la publicación de Baile de Tapados en 2017, una voluminosa novela de herencia fetasiana. Para quien lo ignore, el fetasianismo fue una suerte de realismo mágico canario cuyos referentes fueron Rafael Arozarena, quien escribió Mararía (1973), quizá la novela más conocida de la literatura canaria, e Isaac de Vega, que con su novela Fetasa (1957) dio nombre al movimiento. La admiración e influencia de la obra de Isaac de Vega ha sido explicitada por Gaspar desde su primer libro publicado, el poemario Árbol de frutos para árbol de fuego (1980), en cuya contraportada precisa que nació «a pocos pasos de donde nació Isaac de Vega». Asimismo, en esta temprana publicación ya se encuentran las claves que caracterizarán su obra: un marcado por gusto por la sintaxis compleja, la preferencia por un tratamiento simbolista de los temas, historias generalmente localizadas en un ámbito rural y una apuesta fuerte por un uso naturalizado de léxico canario, cualidad que lo hermana con la obra de Víctor Ramírez (curiosamente, en una entrevista para el libro Escritores en su tinta (1995), Isaac de Vega destaca en ambos la práctica de una «superior prosa puramente canaria sin caer en chabacanismos»). Ignacio Gaspar, al igual que Rulfo u Onetti, concentra sus obras en un espacio mítico bien definido: el pueblo de Chajama, escondido en las cumbres del sur de Tenerife, un mundo cerrado donde todos comparten sangre y apellidos y en el que predomina el marco rural.
Es en este evidente trasunto de Charco del Pino donde se desarrollan los nueve cuentos de Salón de África (2023), un libro que aúna una cuidada selección de la labor cuentística que Ignacio Gaspar ha desarrollado durante cuarenta años. La mayoría han sido publicados con anterioridad y han sido corregidos y reescritos para la ocasión, por lo que nos encontramos ante nuevas versiones que expanden o profundizan en ciertos aspectos. La historia en estos textos es anecdótica, circunstancial: la preocupación principal de Gaspar parece ser la creación de atmósferas a través la sintaxis retorcida que le caracteriza. No obstante, eso no quita que las historias tengan su interés, y que incluso podamos establecer relaciones con distintos movimientos literarios anteriores. Tal es el caso de «Noche de hambre», primer cuento que publicó Gaspar y que inicia el volumen, que revela una vena naturalista al centrarse la historia en una mujer que casi se ahoga al ir a buscar agua a una alberca. En «Museo de agua», un carbonero se ve atrapado por una ventisca en el Valle de Ucanca antes de poder llegar a un refugio; me es imposible no establecer un paralelismo con el relato «Encender una hoguera», de Jack London, ya que ambos comparten la temática central, que es el enfrentamiento del hombre contra la naturaleza, aunque se enfocan desde perspectivas radicalmente opuestas.
«Presuroso coleccionista de ranas» y «La mujer y el pájaro» son dos cuentos de los que me cuesta formarme una opinión sólida, ya que he leído sus versiones originales y puedo apreciar los cambios que han experimentado, y no para mejor. «Presuroso coleccionista de ranas» fue publicado por primera vez y sin título en el cuaderno El rejo de la máscara (1982), donde tenía cierta continuidad con los dos cuentos que le seguían. En esa versión la prosa era experimental y jugaba con la estética del lenguaje soez, mientras que en esta reescritura estas características se han atenuado y el autor ha optado por una lenguaje más formal y trabajado que no siempre favorece al cuento. Además, hay algunas erratas en las últimas líneas que dificultan la compresión del diálogo en el que se imprimen y que apunto para una futura reedición: «Dile a los muchachos que no se alongen [sic]a sacar agua al brocal de la coladera, que las cabronas ranas desde cualquier lado [sic] y no se sabe nunca dónde se ocultan» (2022, p.29). Desde cualquier lado, ¿qué? Falta información en esa frase, cosa que no pasaba en el original: «[…] dile a los muchachos que no se alonguen a sacar agua al brocal de la coladera que van las ranas y les cagan en los ojos» (1982, p. 9). La historia de «La mujer y el pájaro», que versa sobre un pájaro que muere en el anhelo de seguir el compás de la máquina en la que su dueña borda presurosa, fue correctamente tratado en su primera versión publicada en la antología Narrativa Canaria Última (2001), que constaba de tres páginas. Sin embargo, esta nueva versión abarca diecinueve páginas y, aunque se han mejorado los aspectos formales y profundizado en la figura de Encarnación Frías, la protagonista, se pierde el efecto que producía el condesar la historia en pocas páginas al dilatarse la narración más de lo estrictamente necesario. Es una pena que estas sean las versiones que el público conocerá cuando las anteriores eran más que correctas.
No obstante, quiero destacar tres cuentos que justifican por sí mismos la adquisición del volumen. El primero de ellos es «Se acabaron las noticias», en el que se combina el retrato fidedigno de una comunidad rural encerrada en sí misma con una atmósfera noir que se instaura con la llegada de un hombre que busca hacer el primer censo de Inagua, caserío olvidado no muy lejos de Chajama. El tema de un foráneo que llega a un pueblo aislado para romper la paz del lugar recuerda ineludiblemente a la película El hombre de mimbre (1973), aunque el asunto no orbita en torno a una secta religiosa, sino alrededor de una comunidad que lucha contra el avance homogeneizador de la sociedad moderna. El segundo cuento destacable es «El fuego en la boca de la cueva», en el que unos hombres escondidos en una cueva observan un aquelarre en el que participan las mujeres de Chajama, que en la oscuridad de la noche se revelan como brujas. La atmósfera asfixiante y surrealista que se construye es magnífica y constituye un gran hallazgo que Gaspar sabrá plasmar en otras de sus obras. El tercer cuento es «La carta de Narciso Reverón», en el que un hombre retira por encargo la tierra de un campo sin saber que debajo se esconde el tesoro de un indiano. La tensión está muy bien construida y se mantiene hasta el final, lo que confirma que la capacidad narrativa de Gaspar puede adaptarse a los rudimentos de cualquier género.
Cierran el volumen «Dama de Jama» y «Dame la mano, Fetasa». «Dama de Jama» es un texto peculiar, heredero del surrealismo de Crimen, de Agustín Espinosa, aunque sin abandonar la localización rural que comparten todos los cuentos. Precisamente esta atmósfera surrealista dificulta por momentos la compresión de la trama, pero también brinda algunas de las imágenes y situaciones más interesantes del volumen. Los amantes de este movimiento vanguardista disfrutarán de esta propuesta, que viene aderezada, avisado queda, de cierto componente de horror corporal que puede desagradar a los lectores más sensibles. «Dame la mano, Fetasa» se estructura como un monólogo interior en el que un hombre lidia como un miedo primigenio atravesando la cornisa de un risco. En ese proceso, cumple el principio fetasiano formulado por Isaac de Vega de desligar su cuerpo por partes (de manera metafórica) para que su esencia renazca y conforme un nuevo yo. Cuento tan extraño como su título, en él se mencionan a Rafael Arozarena e Isaac de Vega, referenciando así una anécdota conocida: la vuelta a pie que realizaron ambos autores por todos los pueblos de la geografía de Tenerife.
En su diario Salón de los pasos perdidos, Andrés Trapiello refiere que decidió titular como Las tradiciones (1982)a su segundo poemario a modo de protesta contra la ola vanguardista que en los ochenta renegaba de la tradición española. Algo parecido hace Ignacio Gaspar con su literatura: recoge el relevo del fetasianismo, como ya hicieron narradores como Víctor Álamo de la Rosa, y construye un universo ficcional que se funda en la literatura de su tierra. En unos tiempos posmodernistas en el que los clásicos son negados y se aboga por una literatura de consumo pretendidamente rompedora, un autor que no rehúye su tradición, sino que la abraza, es una rara avis, y como tal debe ser apreciado. Salón de África es una lectura idónea para entrar al universo sureño imaginado por Ignacio Gaspar, que es sin duda uno de los narradores canarios que posee una de las obras más singulares y personales de la actualidad.