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- Víctor Álamo de la Rosa
- Reseñas
Arrebatador, misterioso y adorable, Terramores desconcierta por la magistral forma de contar historias en una prosa tan devastadora como dinámica.
Divertido, implacable y mordaz en el relato y refulgente en el estilo, gracias a la editorial Baile del Sol hemos podido disfrutar de la nueva novela de Víctor Álamo de la Rosa, titulada Terramores, número 203 de su colección Narrativa.
Cuando Inocencio tiene que sacrificar a su pollino Pandero, los habitantes de Masilva disfrutan de una de las tradiciones más ancestrales de la isla de El Hierro: el malgareo; esto es, pregonar la noticia entre los escasos habitantes del pequeño pueblo, repartiéndose con algarabía el cuerpo desmembrado del infortunado jumento entre chanzas y agravios.
La lenta cotidianeidad que marca el pulso diario de la vida en Masilva la quiebran acontecimientos que pasan por simples gamberradas, protagonizadas por los dos hijos adolescentes del viudo y cuarentón Inocencio. Las travesuras y venganzas satánicas de Cesarín y Policarpo dejan tuerto a Santiago El Panadero, acaban con Tano Camioneta y Pablo Cachimba por profanar el nombre de su madre fallecida, despertará la furia en el desaprensivo cura Nicasio de Jesús Moreno y derruirá el cuartel que la Guardia Civil tiene en el pueblo. A partir de entonces, el sacristán vive obsesionado con la apología del trabajo y con dar con las mentes pensantes de un grupo terrorista que –así lo cree convencido– se ha cebado con la actividad tranquila de Masilva, en donde si bien los roles de género están muy repartidos, la joven Baldomera no está dispuesta a desenvolverse según las anquilosadas tradiciones y el carácter atávico de sus propios habitantes. Ni siquiera los meses de prisión con que los hermanos pagan con brutalidad sus revanchas aplacan su espíritu bárbaro de auténtica bellaquería.
Sus paisanos viven con expectación las sospechas que hace tiempo persiguen a Manuel el Huido, un maestro declarado forajido y quien desde que se instauró el régimen franquista sobrevive como nómada entre las montañas. Considerado como un criminal por el Régimen, sin perder la esperanza de reunirse con su amada Rosa, no deja de escribirle cartas apasionadas
Con la convicción de que la literatura ha de ser espejo de lo mundano terrenal y de lo emocionalmente humano, Álamo de la Rosa diseña los personajes complementándose pues perciben el amor de diferentes maneras y así correrán distinta suerte, pero siempre vinculados unos a otros. Policarpo –prematuramente resentido del amor– y su padre Inocencio quedarán enredados en el amor por la misma mujer, Baldomera. Y la tragedia les volverá a perseguir.
Mientras el sentimiento pasional correspondido incitan a Manuel y a Rosa a afrontar el futuro con determinación, otros personajes lo resolverán de la única manera que saben hacerlo.
Por encima de detalles argumentales, Masilva se alza como personaje gracias a la caracterización que le otorga el autor, conformando una topografía que facilitará a los habitantes de la Isla Menor refugios para esconderse tanto de las autoridades como de las propias relaciones entre ellos definiendo una manera de ser y de vivir como, por ejemplo, los cruentos juegos pendencieros con los que los más jóvenes disfrutan a costa de auténticas barrabasadas, en las que el propio narrador reconoce haber asistido.
Cuando distintos personajes comparten espacios y hechos de la ínsula obtenemos un interesante perspectivismo que permite comprobar cómo los distintos actantes perciben idénticos sucesos.
Periodos oracionales extensísimos, macabros arrebatos de ira contenida, mezcla de pensamientos y opiniones de personajes como del mismo narrador y, sin embargo, tan arrebatador, misterioso y adorable resulta Terramores que desconcierta por la magistral forma de contar historias en una prosa tan devastadora como dinámica. Y en este efecto tiene mucha culpa la fuerza arrolladora en la narración al que el autor aplica con tenacidad todo un caudal de adjetivos, la convivencia en la linealidad textual de sentimientos de los actores como de las percepciones del narrador, cauce óptimo para conducir con intensidad la esencia del drama.
Algunas de las historias parecen pura fábula por la prodigiosa manera con la que Víctor Álamo de la Rosa envuelve lingüística y rítmicamente situaciones y hechos relatados unas veces con crudeza y otras con alegorías que lucen con brillo, pero ninguno tan baladí como para componer un mosaico preciso y singular de un reducto donde la vida humana se desenvuelve a costa siempre del amor, pero con consecuencias muy dispares.
El narrador despliega unas interesantes reflexiones sobre el lenguaje a través de neologismos; en concreto, en alguna de las cartas que Manuel escribe a su amada Rosa, como si fuera en este punto un alter ego del propio autor de la novela, lamentándose de la perdida juventud añorada.
Percibimos cómo en las epístolas cruzadas entre ambos, el autor cambia el estilo, no sin desembarazarse del todo de paralelismos y enumeraciones, repeticiones léxicas, derivación y neologismos que predominan a lo largo de una arrebatadora novela que nos parece un prodigioso juego en el maquiavélico laberinto del amor.
José Luis Abraham López