PUNTO DE CONTROL, de David Albahari

por Ángeles Sánchez Domínguez

Desde las manifestaciones por la paz y el desarme de los años 80 del siglo pasado, hasta el No a la guerra (de Irak) en 2003, se han escuchado en las calles del mundo miles de voces ciudadanas antibelicistas. Esta novela breve -que no corta- porque su intensidad es mucha y hasta agota, dispara en sus 132 páginas, suficientes trallazos de protesta y ridiculización de los conflictos armados. Es una narrativa radicalmente anti épica, de antihéroes. La peripecia novelesca de sus pobres personajes es patética.

Lo único claro es que los soldados están en medio de un bosque para vigilar y controlar un lugar de tránsito que es el  llamado punto de control. Sin embargo no saben quién es su enemigo, ni de qué va la guerra o si la guerra ha terminado o si están metidos en una guerra civil o si la guerra anterior acabó y se está librando otra.  Hay un personaje principal que no sabemos quién es (al menos yo no lo he averiguado) pero es la voz que narra, y desconcierta. En ocasiones reside en la cabeza de un soldado de la tropa y otras muchas en el comandante jefe. El lector duda. Solo conocemos un nombre propio entre la soldadesca: Mladen, que por lo que parece es el único que sabe algo de lo que va esa guerra y termina por descubrirse que es un traidor.

El discurso de la novela cambia de punto de vista y tono de manera constante, apunta y dispara en múltiples direcciones, como una bomba de racimo que destrozara a su paso todo aquello que encuentra de manera indiscriminada. No sabemos desde dónde quiere narrar lo que acontece esa voz inteligente, precisa, a veces cínica, frívola y otras, pretendidamente ingenua. A veces parece hacerlo en una prosa semioficial, administrativa, ateniéndose a los hechos, carente de toda emoción (lo que conmociona), pero enseguida pasa a un tono tragicómico, o jocoso y luego a un discurrir absurdo, delirante. Cuando creo que ese va a ser el tono elegido, porque además hace alusión a Beckett, se alarga en meandros, disquisiciones y digresiones de toda clase. Hay momentos ‘Gila’ por eso del radiotelegrafista, que parece que va pedir que le ‘pongan con el enemigo’ o ‘que paren un rato la guerra’ y así todo, como si se tratase de una comedia negra de enredo. En ocasiones el narrador es chocante porque no debería saber cosas que narra y hace y dice lo que le viene en gana.

La prosa es enérgica, hay explosiones verbales, palabras y frases como balas o lanzas, balas de fogueo dialécticas, artillería lingüística, reflexiones acertadas. Crudeza, bestialidad, humor negro, locura. Todo está descontrolado. Los soldados, están perdidos en el bosque en medio de la más absoluta ignorancia y van sufriendo bajas sucesivas. Se quieren ir a casa pero el comandante los retiene esgrimiendo razones militares y patrióticas. Toda la peripecia se convierte en una deriva catastrófica, una radical ineptitud. Las mujeres, extras en la función, aparecen solo para ser abusadas y el relato del abuso resulta indignante porque se narra con una cruel falta de empatía. También el suicidio tiene ese tratamiento. No hay pausa, ni capítulos, todo se desarrolla en modo pesadilla y no sabes dónde detenerte para colocar el marcapáginas.

Hay pasajes extraordinarios como por ejemplo el referido a esas almas que a nadie importan. Finalmente la narración enfila una senda cada vez más sombría y el comandante –defensor de la conciencia bélica- se va desmoronando, comprende por fin el horror y considera la deserción como una salida. No quiere  renunciar a la vida antes de tiempo. Se destruye primero su espíritu militar, luego su ‘yo’ es aniquilado. Ha sobrevivido, ha podido volver a casa aunque en su desesperación y fracaso se da golpes contra la pared del baño hasta sangrar. En fin, “la guerra es una porquería, todos estamos de acuerdo en eso, no hay mucho más que meditar: las justas y las injustas, de conquista o de defensa, por tierra o mar, aéreas o subterráneas; todo es lo mismo y no hay diferencia que valga. La guerra es una mierda y punto final”.

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