Los autores y los libros te encuentran sin tú buscarlos. Aquellos que más te influyen por su contenido son los que más merecen rescatarse de la tormenta de la vida para sacarlos a flote en los momentos importantes. He de reconocer que José Blanco y su mundo me fueron a buscar, atravesándome con la fuerza de una lanza o flecha entre espiritual y carnal —como las de Santa Teresa o la de San Sebastián—. Más que un “polipoeta” o creador multidisciplinar, José Blanco es un hacedor e hilvanador de mundos. Sabe de la importancia de los collages para enriquecer la materia de los sueños. De sus textos fragmentados a sus imágenes recortadas y superpuestas —vanguardia histórica, pura y revisada con sus mejores trozos, creando nuevos mensajes—. Es una Hannah Höch y un Herbert Bayer, es la cartelería de Berlín, sinfonía de una ciudad, son las composiciones creadas por Gregorio Prieto y el Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band —ideado por Peter Blake y Jann Haworth— ampliado. Todo eso y más.
El autor me ha brindado algunos de los mejores restos que han sobrevivido a sus naufragios, y yo los he recogido y analizado detenidamente para diseccionarlos, componiendo con ellos un nuevo collage o mosaico con su perfil autoral. Los he numerado y catalogado cronológicamente. Empezaré con los que conforman, en palabras del poeta, una “trilogía involuntaria” —al no haber sido proyectada como tal—, publicados todos ellos por la editorial Baile del Sol, editorial de referencia para la edición independiente: Memoria del caos (2009), La deriva de Marcos Sima (2015) y Amuleto (2019). El texto cerrará con un último volumen, Denmark Street (2019), publicado por Poesía Garum.
Memoria del caos
, descrita por el propio autor como “miscelánea sobre el hecho creativo que somete al lenguaje a un minucioso proceso de descomposición y reorganización similar al de los espejos del interior de un caleidoscopio”, es lo más parecido a un “cuaderno de juegos” literarios, donde cada una de sus piezas parecen distintas entre sí aunque acaben encajando. Un objeto lúdico construido a través de la escritura. En su lenguaje poético quien piensa y escribe se deja guiar por la inspiración e intuición y evita perderse en el laberinto líquido, encauzar “la fuente de la que brota el caos sin memoria”. Una corriente por la que fluyen poemas más o menos oníricos e incluso “caligramáticos”, referencias literarias, ensayos y epílogos. Un mosaico entretejido a lo largo de quince años donde hasta quienes han hecho de jueces forman ahora parte de él en su última parte. A lo largo del libro, entendemos la importancia de la inspiración, del proceso creativo y del resultado final en forma de texto, sea cual sea su naturaleza. Por estar está incluso el miedo a la hoja vacía o a la calidad de lo escrito. En Playa en blanco se establece como metáfora de esta incertidumbre previa a la idea lúcida y su transcripción grafológica lo “terrible” e “irritante” que resulta un paisaje cuando en él no hay nada. Sucede inesperadamente el milagro y los signos escriturales se hacen con el espacio, como rastros de animales sobre la tierra mojada: “Entonces…, sí. Una marca diminuta. Un punto insignificante rasga el blanco. […] Donde antes no había nada, la nerviosa secuencia de unas huellas indecisas sobre la arena”. Pero esa alegría es volátil y de un momento a otro puede evaporarse: “Éste debería ser el lugar de descanso Sin embargo, siempre es igual: la playa se estrecha. El mar pugna por cubrir la abigarrada desorientación de estos signos”. He aquí la paradoja de quien escribe, el tormento de cualquier creador dependiente del “eureka” que alumbre tanta oscuridad. Y aunque lo haga, siempre se cuestiona si lo iluminado está bien elegido e iluminado. Es decir, si posee un interés. Así, de un estilo a otro pasamos a El periodo azul de J. D. Salinger, donde Blanco evoca una serie de autores como el citado Salinger, Bolaño o Vila-Matas para tratar asuntos obsesivos, como la necesidad de la lectura como fuente inspiradora —un escritor debe haber sido antes lector, del mismo modo que un pintor debe previamente aprender las enseñanzas de los maestros del arte pictórica—. Plantea que, al contrario que le ocurrió al Quijote, la lectura puede sanar de la locura e, incluso, cambiar la vida de quien lee estando lúcido. Por ello es tan decisivo dejar que determinados autores “encuentren” al lector y no otros. De hecho, Blanco incluye en el poema Para no enloquecer una lista de libros que conformaron su estilo. No obstante y por encima de todo esto, surge como preocupación en Blanco el pensamiento del escritor de poder errar con lo que escribe: “La historia de la literatura está llena de ejemplos de haber tocado fondo. Efectivamente, parece que los caminos de la creación son inextricables, incluso la parálisis creativa puede servir de fuente de inspiración”. Antes se refería a la alegría como algo pasajero, tema también tratado por el autor más allá de este ensayo. A lo largo del libro encontramos ese sentimiento positivo pasajero diferenciado del de la felicidad como estable y al que se aspira. Así lo explica Salinger en la cita recogida de El periodo azul de Daumier-Smith, que da título a la reflexión de Blanco: “La mayor diferencia entre la felicidad y la alegría es que la felicidad es un sólido y la alegría un líquido”. En El espíritu del momento que incluye este fragmento, Blanco afirma: “Nuestra vida es una incontable sucesión de intentos: intentos destinados a colmar el cuenco de la alegría (la felicidad, de momento, mejor ni la tocamos, so pena de quemarnos, aún se está cociendo en el horno)”. En una suerte de poemas encadenados, el autor va enlazando momentos dedicados a su pareja, con la que debate éstas y otras cuestiones. Ella es quien “pone en el mundo” al poeta, sinónimo de esa felicidad y meta a la que aspira el escritor: “La mujer cuyos ojos rebosan placer es feliz. […] La felicidad es contagiosa. […] Tengo que decir: la felicidad anda cerca”.
La deriva de Marcos Sima se concibe como “cuaderno de bitácora” para la odisea de la experiencia humana. Una travesía realizada sobre un mar que “actúa como escenario cambiante, como espejo deformante”. Esta pieza poética será a su vez muchas, convirtiéndose en un rompecabezas a ordenar por el público lector. Desglosada en cuatro partes —cada una aglutinando poemas o prosas—, la obra va trazando su cartografía según se lee; un mapa cuya imagen es la del rostro imaginado de quien da título al libro. Será él quien dote de sentido unitario a estas páginas, homogeneizándolas. ¿Pero quién es Marcos Sima? El autor lo describe como “nadie” y, a su vez, como marinero que se dirige a su destino guiado por la necesidad acuciante de olvidar. La idea de que en la portada figure un barco de papel invertido parece decirnos que esa idea de viaje —tan presente en la obra— como huida, separación e incluso abandono, tiene también su representación en lo soñado. El soñador se desdobla en un individuo onírico, como reflejo truncado, conteniendo ideales y frustraciones. El objeto papirofléxico boca abajo puede también aludir a esa idea de “otro yo” cómo alter ego. En cualquier caso, Marcos Sima será una proyección del propio José Blanco, autor “doble” de los poemas de amor pasional y dolido de la primera parte del libro —El corazón es una duna fósil—, así como de las no menos líricas Canciones a la deriva de la segunda, de las Prosas a la deriva de la tercera y de los Relictos finales —donde recupera la forma poética—. Ya desde el primer poema se remite al viaje como despedida amorosa en el Casablanca revisited, comparando la imperfecta realidad con la cerrada ficción fílmica presente en el film que figura en el título: “Sentado en la penumbra palpitante / admites que la vida te defrauda / por su ausencia de clímax, de catarsis…, / que rara vez la adorna esa coherencia / interna irrebatible, ese subtexto / capaz de dar sentido a las palabras. […] La rubia finalmente escogió a otro. / Tus labios no acertaron a cambiar / frase alguna de un texto predecible, / un texto que resulta audaz en boca / del tipo con sombrero y gabardina, / más tú no tienes alma de xenón / ni tus anhelos son de celuloide”. En el segundo poema —que nombra esta primera parte— se refiere al padecer de este órgano humano tan simbólico para el sentimiento amoroso, bombeando imágenes simbólicas que aluden al desierto como lugar hostil y procurador de padecimientos: “El corazón como una duna expuesta / al sol y a la salinidad del aire / Transido de dolor y escarabajos / Refleja anhelos sueños preteridos / Reverbera deseos espectrales / Amarillea bajo una luz incruenta / Que cauteriza el trazo del paisaje […] Así ha de estar tu corazón —te dices / Cuajado de señales jeroglíficos / La huella inclemente de todo amor”. La ausencia de determinados signos ortográficos —comas, puntos, etcétera— ayuda a penetrar en esta escritura por momentos automática, donde el inconsciente emerge sin cortapisas. Llama la atención este contraste entre la imagen desértica y la que después vendrá del mar, y que continúa con el siguiente poema, Éxtasis de la serpiente cascabel —donde la pasión se convierte en este reptil venenoso—. El cuarto de esta primera serie, Liturgia, ya nos acerca con su arena al mar, siendo la que conforma la playa donde el protagonista juega al ritual amatorio: “Te espero y no te espero en la arena / En la playa herida del deseo / Mientras bailas velo mi cadáver”. En Faro interior nos preparamos aún más para la idea de viaje como purgatorio o salvación. Pero el ser amado sigue estando presente a pesar de la desaparición de quien se ama —no se puede escapar de las obsesiones, de uno mismo—, convertido en faro iluminador: “Tu cuerpo se hizo así para brillar / Mi voz así para cantar su brillo / No sabía quién era hasta que vi / Tu haz de luz barriendo el horizonte”. En el segundo bloque el narrador nos embarca al fin en su viaje marítimo, ya con su alias presente. En el primer poema, Mi nombre es nadie, lanza el juego o desafía al lector, afirmando el primer verso: “Mi nombre es Marcos Sima”. Leyendo lo que viene a continuación en el poema y en los otros textos, desgranaremos toda la parafernalia de tópicos marineros que intervendrán en la construcción de la ficción biográfica con la que se disfraza el narrador: “Tengo un amor en cada puerto”, “como el pie de una copla tabernaria”, “la sombra de un tatuaje desvaído”. Y, a pesar de este ocultamiento ficticio, emergerá la imposible huida: “La realidad humilla a la ficción”. En Msida se plantea la ruptura amorosa que origina el viaje, siendo la incomunicación origen de dicha separación: “Quería llamar a casa / Necesitaba por su voz / Apenas existía ya / Comunicación entre nosotros”. El protagonista se presenta como tripulante de un barco a la deriva, solo y aislado para remarcar el dolor de la pérdida, en Las señales: “Tirado en la cubierta como un náufrago / Un brazo descolgado por la amura / —Cantando mi canción de soledad”. También van surgiendo paisajes y personajes mitológicos, protagonistas de la aventura marina que inmortalizó Homero: Calipso, Circe, Escila y Caribdis nos guían hacia la tercera parte del libro, en prosa. En este tramo, el narrador conoce a otros personajes tras enrolarse en la stultifera navis —luego conoceremos las razones de dicha decisión— y su posterior travesía, como el Facultativo y el Griego, dos curas, un músico al que apoda Polifemo y una camarera pelirroja que llama Calipso —con el significado que ambos personajes conllevan— y sobre todo, Sapo. Como coprotagonista, le hará llegar un cuaderno rojo —color que alude al Eros— donde figuran la serie de poemas que hemos leído previamente. Es aquí donde entendemos el libro como una “ficción real”, pues el autor lo domina todo y cierra este juego de matrioskas. La última muñeca rusa serán los Relictos o restos como testimonio de una presencia. De nuevo en tierra, el narrador realizará una última travesía, abierta y cerrada por dos poemas similares. Parece que su sentir contagia al propio paisaje. Así, en el primero titulado Partida hay un “corazón encelado” que hace crecer la luna —inicio del viaje en la noche, muy significativo— mientras que en el segundo, Vuelta a casa, esa “luna mengua” por el “cielo encelado”.
Llegamos al final de esta trilogía con
Amuleto. Volumen escrito al mismo tiempo que el anterior, consta de dos partes —Amuleto y Aniversario— y está pensado como “poema-libro sobre la formación de la personalidad poética antes que sobre la formación del poeta”. Comprendemos ya desde la primera parte cómo el lenguaje para Blanco cobra aquí absoluta importancia, pues con él se experimenta en las distintas etapas que van conformando la identidad del escritor. Se trata, pues, de un viaje biográfico y poético, siendo su banda sonora una serie de temas musicales que figuran al inicio de cada poema y representan el sentir del poeta en cada etapa vital —cada uno de sus “yoes” anteriores acompañarán al autor en su periplo, que no es sino recuento—. Comienza con Paul Simon para referir al “niño de nueve años” que “envejeció en defensa propia”. Una madurez repentina que lleva al “poeta adolescente” y solitario, quien hace suyo el Bilbao por el que transitó en aquellos años de rabia ante lo absurdo del mundo. Bob Dylan le reafirmará en su canto a los “cimientos” con los que luchar contra “cambios de viento repentinos”. De ahí, el autor pasará al “joven poeta” cada vez más liberado de normas sociales y literarias. Como canta David Bowie, se sentirá “delfín” deslizándose “por sus cuadernos [...], / completamente a ciegas, / sin apenas tomar aire”. Los versos bowianos volverán a resonar cuando sepamos que el título original del libro iba a ser Héroes. como bien apunta Elisabeth Candina Laka en el epílogo, todos estos protagonistas que conforman uno solo en el tiempo serán “los héroes que han logrado sobrevivir” en José Blanco. La segunda parte, Aniversario, supone un “gran poema” que tiene como tema la reflexión en torno a los cincuenta años cumplidos del poeta. A lo largo de su lectura resalta la metáfora del mundo marino: en el inicio —”Escarbas con un dedo en la arena / surcos de los que aflorarán bivalvos, / signos eternos que inmediatamente / borra el mar”—, unas estrofas más adelante —”La marea ha dejado al descubierto / lo que has dado en llamar tu corazón, / que suele confundirse con la víscera / dentro del pecho”— y al final —“Lo vivido fecunda el corazón / cerrado sobre sí como una concha. / La impureza incrustada en lo profundo / forma una perla”—. Este imaginario lo vemos presente en la producción general de Blanco, si bien en este caso el sentido buscado remite a distintas cuestiones de su biografía como escritor: la dificultad de encontrar orientación constante en la creación poética, la vulnerable y siempre expuesta sensibilidad del poeta, así como las experiencias que convierten hasta lo desechado en útil. Aunque el oficio del poeta le convierte en constructor de un “inventario de imposibles” —haciéndole acumular “sin orden ni concierto / tratos baldíos”—, su fortaleza estará, paradójicamente, en “la probabilidad de hallar / cuanto ha perdido” en tantos naufragios que, “sin embargo, guardan todo un mundo”. ¿Qué será, pues, ese Amuleto? Un talismán que representa el dolor del poeta y a la vez su salvación; las cicatrices experienciales que marcan al poeta y que convierte en escritura para sanarse y sanar a los demás. “Porque el arte en la vida siempre es compartir”, dirá el autor —con lo que conlleva de aprendizaje vital—, y también al final de su etapa de formación: “Ahora debo continuar solo, / portaré mi gratitud como amuleto”.
Por último,
Denmark Street contiene en su simbólico título el significado de un doble territorio, el geográfico y el mental. La inevitable referencia a la calle cercana al Soho londinense —por donde tantos músicos eminentes de la segunda mitad del s. XX pasaron y grabaron sus canciones en los estudios allí situados— y al país de origen del príncipe literario más emblemático: Hamlet. De esta forma, el poeta construye un libro absolutamente rompedor, donde conviven la poética de la música rock británica personificada en los Beatles, los Rolling Stones o David Bowie y su obsesión por la pieza teatral de Shakespeare. Una lectura recurrente que llevó a Blanco “a fantasear con la idea de una serie de poemas en los que el Reino de Dinamarca se confundiera con el espacio urbano, más aún, que se limitara a los escasos ciento cincuenta metros de Denmark st.” Se inicia así un viaje fantástico desde el primer poema, conformado por un “séquito y animales” por una ciudad que es a la vez “mundo” y “escaparate / de urbanismo y de sueño”. Un lugar “mirífico” que no existe y donde el autor va “creando espacios” según se adentra en él. El poeta busca allí a otro poeta y la bala que “desgarró” su “templo”. El mundo responsable de su muerte también es un gran socavón donde el poeta fue arrojado, del mismo modo que la gente arroja sus bienes más simbólicos. La política como “burla soberana” también sirve de desecho en este gran agujero. Pero no todo será oscuro en este mundo, pues también resplandecen personajes pintados por Caravaggio —el “joven mordido por un lagarto”—, el “pez de lluvia” como autorretrato del autor —“un niño respirando por la herida, / el conductor de un sueño invertebrado”— y su padre —otro personaje convertido en mitológico “gigante” cuyas “palabras” son “las propias de los precursores”—. También está quien personifica el amor del que escribe y figuras teatrales como la de Sally Bowles —encarnada por Liza Minnelly en Cabaret—. Ella interpreta el canto último, urgiendo a traer más champán a la mesa, pues “la actuación de hoy” podría ser “la postrera”.
Es la vida, como nos demuestra este autor con sus libros, un simulacro o decorado sobre el que escenificar nuestros fantasmas, ya sean deseos o temores. El arte y, en concreto, la lírica se valen de ello. Será “la poesía, y no la prosa, la receptora de esta verdad”. Palabra de dos nombres cuyas iniciales son J.B.: John Berger y José Blanco.
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