- Juan Ramón Santos
- Reseñas
Enrique García Fuentes
Diario Hoy. Suplemento Trazos. Sábado 4/6/22
Suelo ser entusiasta con las cosas que me gustan; me cuesta mucho disimularlo. La vida, sin embargo, me ha ido enseñando a filtrar de cara a los demás si algo no me satisface. Digo esto porque mis múltiples adeptos recordarán el casi delirio con que hace unos años acogía yo “El verano del Endocrino”, del placentino Juan Ramón Santos, valorándola no solo como su mejor entrega hasta la fecha, sino como uno de los libros imprescindibles de aquel lejano y feliz año de 2018. Lo que entonces estaba lejos de sospechar era que nos encontrábamos ante el inicio de una serie. Y de una serie, por lo demás, policiaca; así que ya hay que anunciar solemnemente que Santos y su Endocrino se suben al ya poblado carro de la novela negra nacional, que, sin salir de nuestro ámbito extremeño, ya contaba con solidísimos representantes de todos (muy) conocidos como Eugenio Fuentes y su Ricardo Cupido, Luis Roso con su inspector Trevejo o la versátil Susana Martín Gijón con sus Annika Kaunda o Camino Vargas.
Ya estoy viendo que si en la anterior entrega protagonizada por el Endocrino los cínicos o los envidiosos pudieron echarle a Juan Ramón Santos en cara la influencia o imitación de Gonzalo Hidalgo Bayal (la verdad es que las circunstancias de la insólita aparición del personaje en el, por lo demás, ya conocido Yoknapatawpha particular de Santos recordaba la del Interventor en territorio parecido del de Higuera de Albalat) ahora tendrá que soportar que lo relacionen con Fuentes (sí, Endocrino fonéticamente recuerda a Alkalino, el colaborador de Cupido, pero ¿y qué?). Superemos estas afinidades que, conociendo a Santos, seguro le traen al pairo -por lo demás, la relación entre Cupido y Alkalino no es tan intensa ni tan evidentemente «conandoyleana» como la que tienen el Endocrino y su fiel Constante, que, tal cual Watson, redacta luego sus aventuras- y disfrutemos de esta nueva realidad policial extremeña que alcanza las mismas cotas de excelencia (como mínimo) de aquellos que podían haberle servido (o nos empeñamos en que lo sean) de referente.
Aquí, desde el mismo título, entramos directamente en materia. La indudable referencia que late en él aúna dos mundos por los que los ya cincuentones pasamos en su momento: la música psicodélica (Pink Floyd eran, sencillamente tan enormes como imprescindibles)... y la mili. Sí, aquellos desgraciados/afortunados que nos vimos obligados a hacerla recordamos como si fuera ayer esa denominación despectiva que se aplicaba con cantidad de significados al personal militar generalmente de reemplazo; y se decía así (y es lógico que Santos recupere la ortografía exacta): «pinflói», una denominación compatible en muchos casos con nuestro más actual y muy utilizado «pringao», aunque aquella con menos carga desdeñosa. Y eso era, se ex plica de manera sucinta nada más empezar, el pobre Paulina Gómez que aparece dulcemente muerto a la orilla del pantano del Cárdeno al comienzo de la novela: un pinflói por vocación y casi decisión propia, que hasta con orgullo llevaba el mote que casi él mismo se colocó por vocación y maneras admitidas como tal.
Dejando de lado las múltiples su gerencias y vericuetos posibles que robustecían la acción de su anterior entrega, Santos parece haber optado ahora por una narración mucho más lineal que quizá el público agradezca, pero que, desde mi modesto punto de vista, recorta las alas especialmente dotadas para contar historias que tiene nuestro autor. Aquí, desde el primer momento, se nos traslada de la mano por la investigación profunda, sesuda, que el Endocrino lleva a cabo obsesionado en demostrar las causas de la extraña muerte del Pinflói. Podada de sarmientos que podrían antojársenos inútiles, el lector asiste complacido a una indagación, donde se mezclan religión y esoterismo, hasta llegar a una solución que satisface prácticamente a todos. Como pequeña mácula lo único que podríamos achacarle sea que ha optado por el camino más sencillo de una novela negra convencional, pero su bien pautado desarrollo o la naturaleza cercana y cariñosa de sus personajes -a fin de cuentas, el Pinflói era «el superviviente de una generación perdida, (...) la imagen disecada de un tiempo en el que todos éramos más puros, más inocentes, en la que nos creímos de verdad que las cosas podían llegar a ser de otra manera» la entronizan, y con su bien cerrado final, “La muerte del Pinflói” es mucho más que una novela de satisfactoria y entretenida lectura.
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