- Miguel A. Zapata
- Reseñas
El escritor y docente Miguel A. Zapata (Granada, 1974) reflexiona sobre la gestación de su cuarta novela, Poética del ermitaño (Ed. Baile del Sol, 2025), primera entrega de su proyecto narrativo Galería de insulares. Se trata de una indagación en la naturaleza de la soledad como forma sublimada de compañía, la voluntad de aislamiento en la raíz de cierta comprensión esencial de esta época y sus gentes.
Me habría gustado conocerle.
Mi padre, al regresar de algunas de sus excursiones agrestes monte arriba, aseguraba a cualquiera que lo oyese que había hablado varias veces con él, que le había contado su vida allá en lo alto del peñón, su supervivencia asegurada por la buena voluntad de los lugareños de abajo y los menudeos inofensivos entre la vida salvaje de los riscos: El ermitaño.
Si existía o no, era asunto exclusivo de la mitología local y del propio gusto de mi padre por la mistificación y el ornamento de la realidad, sea cual sea esta.
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En ese mismo peñón –granito, mica, cuarzo, esas cosas de dureza inenarrable y nombre anguloso– pude ver yo, en uno de tantos agostos paseando junto al Mediterráneo y a la caída de la tarde por las calles del pueblo, una casita pegada a la roca, quizá excavada en ella como si fuese una imitación miniada de la ciudad de Petra.
Vivir ahí dentro debía ser algo quimérico, en caso de que no se tratase de otro trampantojo favorecido por la insidia del calor y los agujeros de gusano que construye el calendario vacacional en los cuerpos desprevenidos.
En efecto, una quimera: en paseos posteriores, la casa apenas se alcanzaba a ver como algo parecido a un refugio para pastores o aparecía, de nuevo promisoria y extraña, en otro punto no localizado anteriormente sobre la pared vertical del peñón, difuminada, apenas perceptible.
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Soy dado a iniciar mis novelas con una imagen alegórica o con la suma de varias epifanías visuales que desencadenan un germen de narración. En este caso, esa magia simpática obró aunando el ermitaño de mi padre con la casita sobre la roca.
Quizá dos meras fábulas, dos hechos improbables.
Lo curioso es que no sentí la conexión como una ficción desasida de mí, sino como la forma ideal de un modo sublimado de biografía, o al menos, de literatura retorcidamente confesional.
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¿Soy yo un ermitaño, con mi nevera de penúltima generación, mis redes sociales, mi perfume de diseñador francés? ¿Puedo llamarme así sin resultar un fraude?
Siempre he sentido –como en “Dumb”, aquella canción de Kurt Cobain, o en el Orlando de Virginia Woolf– que mi envoltura externa era una coartada para ocultar a los demás vastas extensiones emocionales de mí que no me apetecía poner en peligro ante los ojos ajenos, que suelen llenarse de uno hasta el límite de vaciarnos.
No se trata de proteger la intimidad, sino de conformar una identidad.
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Y así nació Don, el supuesto misántropo que atraviesa con su paso inseguro las páginas de Poética del ermitaño –primera entrega de mi proyecto narrativo Galería de insulares–, el hombre-niño que hizo de esa ermita abandonada en las alturas de un promontorio de roca algo parecido a un hogar o al menos un lugar de paso habitable.
O quizá no nació, sino que era una emanación excéntrica de mí, una dimensión aún no mostrada del padre, marido, escritor, docente, amigo, enemigo, virtuoso y pecador que a veces soy y que requería del artificio honesto de la literatura para expresarse.
Don es ambiguo, contradictorio, libre y disfuncional a base de pretenderse afín a sus iguales separándose de ellos. En el aislamiento frente al mar y el pueblo de pescadores al que vuelve una y otra vez tras despreciarlo, encuentra el manual de instrucciones de su interrelación con el mundo, al que no renuncia a pertenecer pero con el deseo de cambiar ciertas reglas del juego.
Quizá la soledad era esto: buscar en la ausencia de los otros la forma perfecta de moldear su compañía.
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Quien lea esta novela apreciará que se propone como una suerte de biografía lírica de un personaje fronterizo, en la linde entre lo real –la carne, sus gozos, sus padecimientos, el sudor, las lágrimas, la sangre, el semen, la enfermedad o la renuncia a la salud como logro– y lo inventado –el recuerdo, el prodigio, el deseo, los otros–.
Del mismo modo que encontrará, porque este era el propósito de partida, una descripción del universo del ermitaño esencialmente orgánica, alejada del carácter impresionista de los epítetos que se lanzan al mundo desde un sillón o apoyando los codos en la barandilla de la terraza mientras se admira el horizonte.
La idea es conocer la pulpa de las cosas y los seres como si fueran frutos vistos por vez primera, como Don entiende su lugar en el mundo, como quisiera entenderlo yo, alejándome un poco para verlo en perspectiva y acercarme con ganas de abrazarlo un poco más.
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Si el improbable ermitaño que encontró mi padre –magnífico eremita también él, inventor de posibilidades inverosímiles y autor de la cubierta de esta novela cuasi confesional–, si ese ser de lejanías y aquella casita en el farallón de piedra que yo creí entrever existieron o no, eso es asunto secundario.
La conversación entre aquellos dos hombres se produjo de una forma u otra y mi yo tejedor de historias debió habitar, durante al menos un microinstante, esa vivienda insensata pegada a la roca como un pólipo.
Eremitas.
Ínsulas.
Extrañas formas de un espejo.
Publicado en: https://www.pliegosuelto.com/?p=35167

