En el insectario de ‘Carcoma’

VICTORIANO SANTANA SANJURJO

Creo que hay muy pocas metáforas en la literatura tan celebradas, conocidas y admiradas que superen a la que recoge La metamorfosis de Franz Kafka (1915), donde se narra las consecuencias de la conversión en insecto de su protagonista, Gregorio Samsa. Es posible que esta imagen se sitúe a la altura de la perturbadora vida como ríos que van a dar a la mar, que es el morir, de Jorge Manrique. La profunda carga simbólica que posee el supuesto escarabajo kafkiano (aunque no se explicite su condición en el relato) nada tiene que ver con la presencia en numerosas obras de artrópodos gigantes que sirven de pretexto para dar pie a determinadas aventuras, preludiar desgracias o como destacado complemento de los espacios que se describen.

Este peso interpretativo que posee la figura insectil del praguense, equiparable a la significativa alegoría que contiene, desde el punto de vista zoológico, Rebelión en la granja de George Orwell (1945), es la que me ha acompañado a la hora de adentrarme en Carcoma (Baile del Sol, 2020), el segundo título de Yurena González Herrera, una escritora tinerfeña que merece todas nuestras atenciones porque se está erigiendo como una de las autoras literarias de referencia dentro del complejísimo género de la microficción. Su anterior libro (El diablo se esconde en los detalles, Escritura entre las nubes, 2016) y el que nos convoca pruebas son de lo que con tanta convicción afirmo.

 

Es posible que ese «retablo colgado en la pared» que aparece en su relato “Jerónimo” haya servido de inspiración para que mi imaginación transmutara el sinfín de impresiones que me ha causado este pequeño libro en una galería de cuadros (párrafos) que recogen escevisión (lectura) que nunca será la misma. Cuando descolgamos una pintura, descubrimos una ventana que nos da acceso a un universo de interpretaciones que varía siempre que nos asomamos con las relecturas. Detrás de cada cuadro, pues, el enigma de una apreciación que se amolda a nuestro estado de ánimo y de captación intelectual. Siendo tan asible el producto por sus dimensiones físicas, qué inabarcable se vuelve el resultado de su lectura. Es la espléndida capacidad para expandir los significados de las piezas textuales lo que fija de algún modo el vínculo entre la obra que nos convoca y la de Kafka; una ligazón que, además, se refuerza con el universo connotativo de la voz “insecto” en Occidente: fragilidad, sufrimiento, desgracia, supervivencia, asco… y, sobre todo, miedo.

De las reproducidas percepciones participan los microrrelatos que componen Carcoma y que desmontan el mito (tan propio de lectores bisoños) de que aquello que se nos presenta en pocos renglones o versos es asequible; y lo asequible, por tanto, fácil. Craso error. En el caso que nos ocupa, el acceso a la comprensión de las piezas reclama de quien lee la asunción de una posición proactiva frente al texto que debe iniciarse desde las pistas que da el acertado título, pues las cuatro acepciones que recoge el DRAE de la palabra “carcoma” representan el cauce para captar el despliegue metafórico que envuelve los pequeños relatos: larvas que roen y taladran la madera, larvas que en su voracidad producen un ruido perceptible, polvo que queda tras digerir la madera roída, ‘preocupación grave y continua que mortifica y consume a quien la tiene’ y persona que agota su hacienda.

La obra está compuesta por 68 piezas que se distribuyen en cinco partes: “Caja de insectos” (13 escritos), donde se ahonda en la insignificancia de un individuo frente a una multitud de semejantes; “Desperdicio cero” (10), que enlaza bien con el valor cervantino de la ejemplaridad, en el que todo es aprovechable, es “nutritivo”, porque de todo se aprende; “Patrón larvario” (19), que aborda la imitación en el sentido de que los actos ejecutados se asientan sobre la concepción del reflejo, que no es más que un modo de consolidar la noción de dualidad y, en consecuencia, de conflicto identitario tan presente a lo largo de Carcoma; “Entre la savia” (10), que sustenta sus composiciones bajo la proyección de que es el desconocimiento, en algunos casos, y la venganza, en otros, los que consiguen alimentar la tranquilidad; y “Triturador de pesadillas” (16), donde se da paso a la esperanza que da la eliminación de lo que produce angustia, lo que puede ser relativo si nos atenemos a la tendencia presente en el libro a mostrar el otro lado de los individuos y de las situaciones: si el sueño, como trasunto de la vida con independencia de su calidad, desaparece machacado, ¿no es la muerte la que termina prevaleciendo? ¿No es el triunfo de aquello que jamás podrá reflejar nada, de lo que anula cualquier otredad?

Las causas y, de alguna manera, las consecuencias importan poco en Carcoma. Lo sustancial son los estados. Los motivos son secundarios porque, en el fondo, son interpretables. Por eso las historias comienzan in media res y se centran en instantes puntuales, en esas mordidas de la realidad regurgitadas en volátil polvo, en carcoma donde la identidad fingida o desconocida, el doble y el reflejo egocéntrico representan la posibilidad de un cambio cuya validez siempre será relativa.

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