El poema como canción y canto del alma: Mientras pueda decir, de Luis Ramos de la Torre
Lunes 14 de agosto de 202320:07h
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Es el calor del sol de invierno el que mejor calienta. El más agradable y reconfortante. Representa la esperanza y calidez de lo que está por venir cuando un año acaba, con su frío. En clave poética, este influjo que el astro rey ejerce en el ánimo bien podría compararse con el poder que pueden tener las palabras; y más, si éstas provienen de una disciplina literaria tan libre y transparente como debería ser la de la lírica. Esto no depende solo, claro, de la propia literatura, sino de quien la hace posible. Debe ser el o la poeta una persona clara e íntegra para poder escribir sin engaños ni máscaras. Hablar desde el corazón, aunque después ese primer impulso quede ordenado por la razón. Un compendio de todo lo que puede o debe interesar al alma humana tamizado por una voz sincera y cercana. En cierto sentido albergará las cualidades del filósofo, por cuanto reflexionará en torno al medio y lo pondrá en relación con quien lo habita; así, destacará lo que puede ser objetivamente loable desde la subjetividad de su discurso, exponiendo también a modo de crítica aquello que haga condenable la relación con la existencia y el paisaje.

Naturalmente, estas indicaciones serán orientativas —libre a quien esto escribe de dictar cualquier tipo de sentencia, pues él mismo puede encontrarse errado en su juicio—, ya que en buena parte de los casos esta apreciación sobre la poesía modélica no se cumple. Prolifera en estos tiempos una actitud en buena parte de los poetas que podría calificarse de narcisista y críptica, apostando más por un discurso alejado de la percepción global. Es como si se hubiese producido un retorno a la época del romanticismo, en la que hasta Friedrich evitaba salir afuera para pintar sus magníficos paisajes de ruinas y Naturaleza desbordada y poderosa. Uno de sus autorretratos que le sitúa en el estudio, pintando en caballete y dando la espalda a la ventana, resulta muy significativo de este hecho. Si esta actitud era ya de por sí visible, tras la época de confinamiento se ha cronificado dicho carácter asocial en el que el individuo, tomando el rol de creador, ha optado por poner puertas al campo y encerrarse en su estudio para escribir sobre “el sexo de los ángeles”.

Volvemos a insistir en que no se pretende con estas apreciaciones condenar todo discurso ajeno al aquí expuesto. Es sana la pluralidad de voces, nos habla de la sociedad y su tiempo, su historia. Pero quizá la poética solidaria se esté perdiendo —en cuanto a su asociación con la propia esencia humana y su vínculo con lo externo—, por eso tal vez haya decrecido el número de lectores no viéndose identificados con lo que leen, incapaces de encontrar un asidero. Ello no quiere decir que no pueda existir una complejidad en lo escrito y quien lea deba realizar el esfuerzo conveniente de comprensión, pero hasta en eso hemos perdido calidad. Parece no haber ya exigencia en lo creado, habiendo sido sustituida por la banalidad o la ramplonería en muchas ocasiones. Se confunde la espontaneidad y lo descarnado o visceral con lo polémico e incluso zafio. Como experimento puede funcionar, no diremos que no —lo que nunca se ha hecho, ese debe ser el fin del poeta también en su innovación—, pero no convertirlo en norma general.

Por todo esto, sorprende y para bien la presencia de autores en los márgenes de esta norma general —cuando en realidad debería de ser la tónica—. No es raro si sabe buscarse, apostando por abandonar los ámbitos donde se difunden siempre a los mismos nombres, como si no existieran otros fuera de los aclamados por unos u otros intereses. Lo hablaba hace poco con Félix Maraña, quien sabe y muy bien buscar y encontrar esas otras voces. Una de ellas sin duda es la del zamorano Luis Ramos de la Torre. Su obra Mientras pueda decir (Baile del Sol, 2022), modélica y ejemplo de lo que aquí venimos diciendo. Sorprendente ya en su apariencia formal, algo que en cierto modo es paradójico pues resulta innovadora siendo clásica. Sus sonetos suenan precisamente rompedores porque retornan a una tradición que, incomprensiblemente, es vista como negativa en muchos de los ámbitos poéticos actuales.

Prima el verso libre ya desde hace más de cien años —por lo que podríamos considerarlo también “tradicional”— y en esta empresa nos han dejado grandes autores textos elogiables, sin duda alguna. En mi caso como poeta también he optado por este formato en los últimos tiempos, si bien mi formación poética se enfocó siempre en los primeros años hacia la métrica y la rima. Una tarea ardua y hermosa cuando finalmente resulta y queda contento el poeta o “aspirante a”. Por ello, no se entiende ese rechazo público hacia el verso clásico, concretándose en el soneto. El propio Maraña, sonetista de pro que se encarga del prólogo, denuncia este incomprensible hecho: “Durante muchos años, casi medio siglo, las formas clásicas de expresión poética no han tenido entre nosotros buena prensa, ni siquiera acogida. Algunos poetas de la llamada Generación de los 50, como Claudio Rodríguez, Ángel González, Alfonso Costafreda o Eladio Cabañero [...] nos dejaron muestras de una forma expresiva y formal que nos sitúa ante los mejores sonetistas clásicos. Pero en los años posteriores, ni los premios literarios, ni las modas, ni las revistas, hicieron nada para su desarrollo. Publicar un soneto estaba mal visto por quienes dominaban el ambiente”.

Sorprende esta prensa negativa precisamente cuando, debido al interés que continúa suscitando el soneto, buena parte de nuestros poetas más reconocidos continuaron cultivándolo. Y es que, más allá de su creación “como instrumento para cantar el amor” —desde Petrarca, pasando por Lope (“un soneto me manda hacer violante”)—, el soneto se presta hoy, según Maraña, “tanto a la exhortación, vindicación, denuncia, cuestión y cuestación, aliento del pensamiento, como argucia para el sarcasmo”; en definitiva: se presta “para todo aquello que el escritor considera conveniente o inconveniente en su discurso intelectual”. Y ello a pesar de la dificultad que conlleva su concepción, pues “no todos los poetas nacieron para hacer sonetos”. Porque, como bien dice el leonés, “si no todos los poetas pueden escribir un soneto, no todos los sonetistas pueden entrar en el territorio de los clásicos”. Se precisa un amplio dominio del lenguaje, una sensibilidad para llevar al lector por el viaje de sus versos y para depararle una sorpresa final; pero, sobre todo, resulta crucial una certera construcción poética e incluso musical. Porque, no lo olvidemos, el poema es también canción y canto. Con Homero y su “odisea” se inició la poesía declamada, aprendida de memoria y expuesta con entonación para interés del público —la tradición oral, en suma—; luego llegaron los trovadores acompañados también de sus instrumentos y, por fin, el lied como poesía acompañada de la música pura; así hasta nuestros días con la poesía de los cantautores, como será el caso también de Ramos de la Torre, quien ha ideado melodías para versos de, entre otros, sus admirados y amigos Claudio Rodríguez o Agustín García Calvo. Uno de sus poemas, “De la guitarra”, es claro homenaje al instrumento a través del cual canta sus palabras: “Inquieto pentagrama cuerda a cuerda, / del agudo el arpegio entrando al grave. / Vector de lo vibrante que recuerda / el vuelo de las notas, ala y ave, / abriendo en el compás la mano izquierda / a la tensión y al ritmo de su clave”).

Por encima de la construcción formal del soneto, estará su contenido, aquello que desea expresarse como mensaje, para tocar al lector en lo más profundo de su ser, despertando sentimientos cruciales en su carácter humano. El propio Ramos me lo expresaba así, en esa utilización de la estructura del soneto “como un marco sencillamente liberador”: “La idea es que acabe uno escribiendo lo que quiere decir olvidándose hasta de la forma”. Así, Mientras pueda decir se compone de distintas piezas con las que describir un ideario y un sentir personal. Un manifiesto a favor de la comunicación, el entendimiento e incluso la sanación —ya defendían los clásicos el poder de curación a través de la palabra—. Así, en “Una sola verdad”, dice Ramos: “Mientras pueda escribir y lo que afirme / ayude en algo al otro que me lea, / entregaré sin miedo a quien me crea / parte de lo que busco al exigirme / claridad y sentido en lo que escribo / o en todo lo que admiro y lo que leo / en los grandes autores esenciales”.

El lenguaje que aguarda en este libro al lector potencial es claramente asequible y próximo, más allá de su naturaleza culta. No es su poesía, como sucede en otros casos, oscura en sus ideas o mensaje. En esos casos cabría afirmar aquello de que “para leer poesía no hace falta entenderlo todo, sólo dejarse llevar por el sentido evocador y sonoro”. No, rotundamente no. Por ello, para entender los poemas de Luis Ramos de la Torre no hace falta perderse en abstracciones, sino prestar atención, dejar que su contenido vaya pasando por nuestro entender y nos refresque con su calidez. Un oxímoron no tan desencaminado para definir esta estética tan personal, puesto que en diferentes ocasiones los contrarios se confunden como parte de nuestra naturaleza: así, el dolor y el placer que provoca el amor (“¿Cuánto esperar aún si el amor duele, / si el amar es sufrir y arder de gozo?” / Y ¿por qué amar si amor es el que suele / de este dudar hacer su calabozo?”), el sol y la luna como elementos contínuos y sucesivos (“venga la noche, oscuridad que enseña / al nuevo día a parecer más claro”) —a veces presentes al mismo tiempo— (“La luz en tanta sombra deslumbrada” o “La luna entre penumbras no se ha ido, / se siente ya la voz de otra mañana, / sale el sol con su sombra soberana / y todo queda izado y encendido”).

Hay una clara comunicación con la Naturaleza, con esos elementos que conforman el paisaje castellano al que tanto debe el autor, fundiendo el destino del hombre con el de la tierra, el viento, el agua o la vegetación. En el inaugural Camino, por ejemplo, puede leerse: “Somos lugar y en ese punto estamos / como una mimbre al viento que va y viene, / como el tallo en la planta que sostiene / la vida en flor, y en tanto caminamos”. Este terruño se confunde también con la labor de otros poetas admirados, como en Machadiana: “Quien sabe de la tierra es quien la suda. / Y solamente da vida a la vida / quien labra, ayuna, siembra, llora y canta”. Como en Antonio Machado o Miguel Hernández, refulge la conciencia, la defensa de lo justo y el no callar mediante la palabra poética: “Mejor será gritar, es un orgullo / decir lo que se piensa, una alegría / defender con pasión hasta el murmullo”. Y un recuerdo en Casa del poeta para quienes tanto hicieron en el pasado, para que su ejemplo perdure y no se olvide, como en el caso de Vicente Aleixandre y su “Velintonia”, hogar para la poesía arruinado: “Salvar la casa que otros dan por muerta, / luchar contra su ruina pues pervive / con quien fraguó su historia y la revive / en quienes hoy la sienten puerta abierta”.

Amor, elementos naturales, compromiso, crítica, humor y, sobrevolando todos estos campos, la inteligencia como ave fénix con la que levantar el aire y hacer renacer la poesía en su pureza originaria.

https://www.elimparcial.es/noticia/257831/opinion/el-poema-como-cancion-y-canto-del-alma:-mientras-pueda-decir.html

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