NOVEDAD LITERARIA Un cuento mágico y real de un pueblo de Angola

Desde los viejos recuerdos de la guerra hasta las consecuencias actuales del cambio climático, desde la lucha contra el racismo a la lucha por la igualdad, desde las enfermedades olvidadas al trabajo de sus gentes. Desde el colonialismo a su independencia. Historias de Cubal (Baile del Sol, 2024) es un mágico acercamiento literario y fotográfico sobre lo cotidiano y lo extraordinario, sobre lo que vemos y no vemos en un pueblo africano ubicado en el corazón de Angola, muy próximo a un Macondo real.
A través de diferentes miradas, Cristina Bocanegra e Israel Molina, especialistas en enfermedades infecciosas, abordan el día a día en Cubal con el Hospital Nossa Senhora da Paz como epicentro, en el que han trabajado largas temporadas.
Acompañado de fotografías de Jesús Robisco, cada relato, a medio camino entre la poesía y el cuento, es una invitación a viajar a un lugar que puede parecer, desde nuestros sofás, lejano, exótico o desconocido, pero que coloca al lector, a la lectora, frente a sus mismos miedos: frente al tiempo, frente a los otros, frente a la ciencia, la religión, las desigualdades, frente a la fe...
La periodista Olivia Carballar, que acompañó a los autores a la zona, describe la obra así en el prólogo: «Allí me esperaban personas que lo intentan una y otra vez. Me esperaban todas estas historias, todos estos cuentos reales donde los autores muestran con maestría cómo se unen lo cotidiano y lo extraordinario, o cómo el tiempo camina a una velocidad diferente, o cómo la vida y la enfermedad conviven sin aspavientos.
Un territorio donde la fe y la religión a veces son la misma cosa. Donde ser pobre se confunde con la mala suerte. Donde el agua puede ser vida y muerte a la vez».
El extranjero, La cocinera, La historia del agua, Cassule y ¿Por qué la primera estrella de la noche es diferente a las demás?, son los títulos de algunos relatos, entre los que se encuentra también Quiero que me hables del tiempo, publicado originalmente en La Marea, en un dossier sobre las diferentes formas de enfrentarse al paso de la vida. A continuación, un extracto de la obra, ya a la venta.

¿Quién conoce la historia del agua? ¿Quién puede contarla?

¿Quién le dice a un niño que inventa nuevas formas para saltar al río desde la roca que la historia no es suya? ¿O a las mujeres que se reúnen en su ribera para lavar los platos y la ropa, en un momento solo para ellas, lejos de los maridos y del trajín de la casa, que ellas no la conocen? ¿Quién le dice que la historia no es completa a quienes cada día salen al campo y miran al cielo, sabiendo que la lluvia que tarda demasiado en llegar, se transformará en maíz que no crece y niños que no comen? ¿Quién a los que enferman por un parásito que vive en ese mismo agua que refresca, que llena de vida?

La historia del agua es la que se olvida cuando sale del grifo por la mañana. Cuando se aprieta el botón del váter y se lleva los desechos. Cuando se puede escoger si se prefiere fría para beber o calentita para una buena ducha en un día de invierno. Y la que no se puede olvidar cuando falta, cuando no está claro que los pantanos, pozos y depósitos estén disponibles cuando la lluvia es escasa. Cuando no se garantiza que el mismo río en el que transcurre la vida no te vaya a enfermar.

La historia del agua es la historia de un pueblo y también es la historia de todos los pueblos.

***

En Cubal, antes, había una piscina. Se inauguró en 1970, cuando todavía era colonia, y era la más profunda de todo Portugal. Pertenecía a la compañía ferroviaria, que construía la línea de ferrocarril que uniría Lobito, el puerto que comunicaba Angola con la metrópoli, y Luaú, al este del país, en la frontera con Congo y Zambia, lo que permitía el transporte de las riquezas minerales del interior del continente. Los trabajadores blancos del ferrocarril y sus hijos tenían acceso a la piscina, que estaba vallada. Los trabajadores negros y sus hijos miraban el agua desde el exterior de la valla y a veces se colaban.

En el bar de la piscina se vendían helados y granizados, se organizaban fiestas, algún niño se ahogó mientras sus padres no miraban. “Poco tiempo más tarde, cuando empezó la guerra civil, ya no se podían comprar las máquinas para meter el agua en la piscina y, de todos modos, tampoco salía agua de los grifos, así que la tuvieron que cerrar”. Lo recuerda Fernando, el guardián actual de la piscina vacía, que nació en Cubal el mismo año en el que se llenó por primera vez. Ahora que ya hay paz desde hace más de 20 años se habla cada poco de volver a abrirla, pero mucha gente en el pueblo no quiere. Piensan que los niños que murieron en la piscina nunca se ahogaron, sino que dentro había un cocodrilo, y que si la piscina se vuelve a llenar de agua, el cocodrilo volverá.

Fernando no está seguro.

–Yo el cocodrilo no lo he visto nunca, pero tampoco he visto nunca la piscina llena. Así que no sé. Puede ser que esté escondido mientras tanto.

Otra posible razón para que la piscina no abra es que en Cubal el agua sale de los grifos algunas veces, en algunas zonas, en algunas ocasiones transparente. Otra posible razón es que el ferrocarril hace mucho que está terminado, para en Cubal una vez por semana, transporta mercancía pero no pasajeros y los pocos trabajadores actuales se bañan en sus casas, cuando sale agua de sus grifos, o en el río, cuando no.

Ahora, alrededor de la piscina vacía, hay un jardín público, en el que a veces se reúnen los adolescentes después de las clases para fumar o besarse a escondidas. A Fernando, el guardián, no le molesta, pero tiene miedo de que alguien se pueda caer dentro.

–Es tan profunda que si se cae alguien no lo cuenta. Si estuviera llena, tampoco. Yo no sé nadar.

La historia del agua es también la de una piscina que en algún momento fue la más profunda de Portugal y ahora está vacía

***

Los niños lo saben. Hay un bicho en el pueblo que te hace orinar rojo. Muy rojo. Casi del color de la sangre. Se llama tchitokoto y todos lo tienen. Lo que no saben es que hay otros pueblos en los que no existe. Y que la orina es del color de la sangre porque en realidad es sangre. Y que ese bicho puede matarte. Eso la mayoría tampoco lo sabe.

El tchitokoto es el esquistosoma. Es un parásito, un gusano microscópico que puede infectar a las personas a través de la piel cuando se bañan en el río o en algunos lagos, principalmente en zonas rurales de África. Va haciendo heridas en la vejiga o en el intestino, que con el tiempo pueden degenerar y produce lesiones muy graves en los riñones y en el hígado. Incluso cáncer. La enfermedad que provoca se llama esquistosomiasis, y a pesar de afectar a unos doscientos millones de personas anualmente, apenas se conoce. Es una de las dolencias que la Organización Mundial de la Salud considera desatendidas. Ni ella ni el resto de instituciones sanitarias, públicas o privadas, invierten en su tratamiento. No hay vacuna ni una manera eficaz de prevenirlo. En Cubal, como en muchas otras zonas rurales de África, los niños y niñas orinan del color de la sangre. Como hacían sus antepasados. Como siempre ha sido.

Pasear por la orilla del río es una fiesta. Está lleno de gente. Todos los días. Mujeres que lavan la ropa, que se ríen a carcajadas, que se cuentan los entresijos de su vida, que se gritan, se ayudan o se pelean. Niños que se suben a las rocas, se resbalan, saltan al agua, se salpican. Niñas que recogen el agua en baldes gigantes y se la llevan haciendo equilibrios encima de la cabeza. Todos quieren responder a la vez lo que es el tchitokoto, todos lo saben.

–Sí, yo lo tengo.

–Y yo también.

–Es un bicho muy pequeño.

–No es un bicho, es un animal.

–¿Cómo va a ser un animal, es que ya lo has visto?

–Me lo explicaron en el cole.

Un niño, metido en el río hasta la cintura, explica que el tchitokoto se transmite por el agua, y que si esta se hierve ya no se contagia. No piensa salir.

–Aquí dentro no hace calor.

Una mamá explica que una vez el alcalde fue a una formación sobre el esquistosoma y a la semana siguiente había prohibido los baños en el río. Todas las mujeres alrededor se ríen. Esa posibilidad les parece absurda.

–Ese es un loco, ¿dónde quiere que lavemos los platos? Que nos ponga grifos.

–Sí, eso, que nos lleve el agua a casa.

Y vuelven a reírse.

La historia del agua es también la de un gusano muy pequeño que envenena la sangre. La del río que lo transporta, y la de la vida en su ribera.

***

En el barrio 10, la gente está reunida en la casa de Manuel, el soba. Es un hombre muy viejo, todo pellejo, tan flaco que parece seco. Se mueve con dificultad. Sorprende hasta que pueda hablar. Pero cuando lo hace, su voz es grave y fuerte, y todos se callan para escucharlo. El soba es la autoridad tradicional de los barrios y los pueblos de la zona. Es reconocido como tal por ayuntamientos y gobernadores. Puede impartir justicia en casos menores, establece normas de conducta y su punto de vista es respetado en las comunidades. Se elige por votación en la comunidad cuando el anterior fallece.

Manuel empieza a contar la historia, la de la última vez que el barrio se inundó, hace tres meses.

–No pasaba desde 1996, pero este año ya es la tercera vez. La lluvia viene muy tarde y toda junta. Hay muchas tormentas, y el río se desborda.

El barrio 10 se encuentra en la bifurcación del río Cubal, el que atraviesa el pueblo. Justo en el punto en el que se divide. Es un barrio muy envidiado porque tiene el agua muy cerca y las mujeres no tienen que caminar largas distancias para recogerla. Pero cuando el río crece, se inunda todo. De repente.

–Por suerte, no se murió nadie. Aunque sí varias gallinas y cabras. Fue muy peligroso porque el agua entró a las tres de la mañana y todos dormían. En algunas casas llegaba hasta la cadera. Y no veíamos nada. Teníamos miedo por los niños. Los contamos varias veces, pero estaban todos.

Enseña las casas, de adobe, de paja. Muchas están reconstruidas, a varias les falta una parte. Una de las edificaciones acumula colchones con moho y telarañas.

–Aquí están las cosas de la gente que no ha vuelto. Dicen que hasta que no se ponga un muro, no van a volver, que ya están cansados de tener que dejar todo. Que no duermen. Yo les digo que no va a durar siempre, que enseguida la lluvia va a parar. Y que tardará en volver. Nos da pena que no vuelvan, aquí está su casa, allí tienen que vivir con familiares.

El gobierno local les ha prometido realojarlos en otras casas del pueblo, pero la mayoría de ellos no quieren.

–Un barrio no es una casa. Nosotros nos conocemos desde siempre, la mayoría somos familia. Los niños son de todos, las cabras y las gallinas están seguras caminando libres. No queremos irnos a cualquier sitio no se sabe dónde. Nosotros nos quedamos aquí”.

La historia del agua es también la de un barrio, que tiene que salir corriendo tres veces por año cuando la lluvia viene fuerte.

***

La doctora Gisela lo tiene claro.

–El hospital, cuando está más lleno, es en la época de lluvias. Todos los niños enferman a la vez. Y claro, no damos abasto. Ponemos colchones en el suelo, y algunos tienen que compartirlos.

Ella es una de las primeras médicas formadas en esta región de Angola, y una de las cuatro que trabaja en el hospital. Enseña un registro de hospitalización, guardado en una carpeta verde, de plástico. En la carátula hay una pegatina en la que está escrito a mano el nombre de un niño, su edad, y debajo, habitación 3, colchón 7, parte derecha. Desde el despacho de una de las salas de pediatría, la de los niños más graves, se ve la habitación, que normalmente ocuparían diez niños, totalmente llena, de niños y de mujeres. Hay por lo menos treinta pequeños. La mayoría de las camas y colchones tienen mosquiteras, en diferentes estados de conservación. Al lado de casi cada niño hay una madre, sentada como puede en algún rincón entre cama y colchón. Algunos están solos. Casi todas las madres miran a Gisela, desde que la ven aparecer a primera hora, todas quieren explicarle cómo está su bebé, cómo ha pasado la noche, preguntarle por qué ha convulsionado o si es normal que no hable desde ayer. La miran, pero no se acercan. La miran en silencio, con muchas ojeras, con ropa que lavar, con comida que preparar, con su niño que no habla a su lado en el colchón, con otro colgado en la espalda anudado con una tela.

–Es la malaria. Es lo que pasa cuando empieza la lluvia. Los mosquitos se multiplican y empieza la temporada. Hay todo el año, pero en esta época no paran. La malaria tiene tratamiento, pero a veces los niños vienen muy tarde, ya con afectación cerebral, o con mucha anemia. Y entonces es muy difícil. Las familias conocen la malaria, saben que es la que trae la fiebre de los niños. Pero las consultas hay que pagarlas, el hospital está lejos y muchas veces la madre está sola con cuatro o cinco niños, no puede dejar a los otros toda la noche. Van al mercado y compran algún medicamento que creen que les va a curar. Pero en el mercado a veces son falsificados. No sirven. Y cuando llegan, pues así.

Gisela mira a las madres que la miran a ella. Ella también tiene ojeras, uno de sus cuatro hijos estuvo enfermo durante la noche y casi no ha dormido.

–Pero ya está mejor, gracias a Dios.

Después entra en la sala. Se pone a examinar a los niños, a hablar con las madres, a comentar los registros de la noche con los enfermeros, a cambiar medicaciones. Uno por uno.

La sala de al lado es completamente diferente. También está llena, pero nadie está en silencio. También hay colchones por el suelo, pero casi ningún niño ocupa su lugar. La mitad ni siquiera está dentro. Se les ve por todo el pasillo, persiguiéndose entre sí para jugar, o persiguiendo a sus mamás para comer algo, con sus vías, sus escayolas y sus cabezas vendadas. Se oyen risas, objetos que caen, voces de mujeres, y también lloros. Es la sala de los niños que se van recuperando, y de los que necesitan medicaciones o curas, pero su estado no es tan grave.

La enfermera Beluca, que lleva más de 40 años trabajando en el hospital, está a cargo de la sala.

–Tenemos que estar atentos, porque a veces hay niños que empeoran de repente. Son muy fuertes, pero también muy frágiles. Hay una cosa que siempre les preguntamos a las mamás. ¿Tu niño juega? Si te dice que sí, te quedas tranquila.

Beluca es grande y tranquila. Lleva trabajando aquí desde que Angola era Portugal. Ha vivido la guerra.

–Algunas veces nos tiraron bombas, recuerdo una que se llevó la mitad de una de las salas. Por suerte, no había nadie ese día. Pero en general nos respetaban, más les valía, porque era el único hospital y también tratábamos a los soldados cuando lo necesitaban. Aunque salir al campo, eso sí era peligroso. Todas las semanas atendíamos a alguien al que le había explotado una mina.

Y sin embargo, a lo que más teme es a la sequía.

–Este año la lluvia se ha retrasado, y ahora son todos tormentas. Cuando eso pasa, a los pocos meses no damos abasto. Al principio las familias aguantan, aún queda algo del año pasado, hay algo de dinero para comprar arroz. Pero si no llueve, o si toda la lluvia se concentra, la cosecha se seca. Se muere el maíz, y la mandioca. Y los últimos que comen son los niños. Y nos vienen muy desnutridos. La mayoría se recupera, les damos suplementos. Pero si no llueve, ¿después qué?

La historia del agua es también la de un hospital, que nunca está vacío. Que se desborda con la lluvia y también con la sequía.

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