Lena Yau: “Las cosas que quieres evadir siempre terminan buscándote”

Lo multicultural pasa por Hormigas en la lengua (Baile del Sol, 2021en la comida, las voces y las acciones de sus personajes. Página a página, Lena Yau cuenta una historia familiar, de desarraigo y pertenencia, de amor y amistad, sin limitarse en absoluto con los géneros y recursos literarios.

Ya lo advierte la novela al inicio, cuando habla de una biografía “explicada como poética”, y lo remarca más adelante al afirmar que a la palabra hay que “desmitificarla, desacralizarla, relativizarla, situarla, adjudicarla, adscribirla, encararla”, suerte de manifiesto en el que se puede percibir el amor y la fascinación de Yau por la palabra.

Entre esa polifonía encontrará el lector voces de distintas personalidades agudamente trabajadas y descripciones que, construyendo sabores, olores y paisajes, juegan con los sentidos.

Los personajes principales, Pino Chica, hija de inmigrantes en Venezuela; Jordi, hijo de catalanes; y Douglis, venezolana humilde, representan el interés de la escritora por recrear las realidades que le tocó vivir como venezolana hija de español y alemana.

“Cuando estaba dentro de la familia hablábamos de una forma y comíamos de una forma, y cuando yo salía a la calle se hablaba de una forma muy diferente a la que yo conocía”, explica Yau en una llamada por Zoom desde España, donde vive hace 23 años.

Añade: “A mí me resultaba muy extraño. Me sentía como escindida, como viviendo dos realidades y no encontrándome en ninguna. Fíjate que sigo viviendo así, en esa extranjería”.

Esta reedición de Hormigas en la lengua, publicada inicialmente en 2015 por Sudaquia, ha aparecido por suerte, afirma la escritora. Reconoce que no la buscó y, sin embargo, está ahora editada por un sello con el que soñaba. “Detrás de cada libro, aparte de la historia que cuenta, hay una historia increíble. Estoy contenta”, dice.

—Creo que hay un planteamiento central en Hormigas en la lengua: el olor y el sabor como resguardo de la memoria, sea de un lugar, de un momento, de un país. ¿Podría reflexionar sobre este punto?

—La memoria siempre está atravesada por lo sensorial, no solo por los olores y sabores, sino por cómo percibe la piel una temperatura, una textura, el oído, la vista, que son, digamos, los más inmediatos. El gusto y el olfato están conectados y tienen como más distancia y quizás más reelaboración. Pero lo cierto es que todos los sentidos establecen un nexo en el tiempo que no solo está mientras estamos despiertos, también aparece cuando estamos dormidos. Siempre cito a Fogwill, quien, en La gran ventana de los sueños, decía que nadie era capaz de soñar olores. Pero yo sueño olores, sueño texturas, sueño temperaturas. No es como que de repente estoy en un lugar extranjero, muy lejos de mi país, y de pronto hay un olor que me lleva directo a Caracas: eso me ocurre también soñando, entonces así de fuertes son las marcas, las huellas que deja un día específico o un segundo específico, una jornada específica, a través de lo sensorial, en nosotros. La luz de Caracas, por ejemplo, deja una sensación en la piel que es tan específica y tan de esa ciudad. Si vas a Maracaibo, Maracay o Mérida, no es lo mismo. Muchas veces uno sueña eso y a veces, cuando regresas, redescubres esa potencia, ese lugar, vuelves a viajar en el tiempo. Yo, que crecí en Caracas y viví ahí hasta los 29 años, regreso a muchos sitios de mi vida, muchos sitios cronológicos, muchas etapas, muchas edades, con solo ver la luz y el juego de colores, por ejemplo, de El Ávila, particularmente yo que soy de Chacao. Esa montaña estuvo siempre presente, hasta en el salón del colegio, desde donde la veía. Lo sensorial es como el viaje más directo a los lugares pasados. También, de algún modo, se proyecta hacia el futuro. Porque cuando escribes estás recreando algo que no está en este momento, que no existe. Cuando estaba escribiendo Hormigas en la lengua, esta historia no existía. Desde lo sensorial me planteo una historia que existirá en un futuro. Lo sensorial, por tanto, es un recurso. Los sentidos son recursos que son disparadores también.

—En Hormigas en la lengua encontramos temas como el desarraigo, la memoria y, también la pertenencia. ¿Considera que es así?

—Es así. Definitivamente. Yo toda la vida he vivido con lo que para mí entonces era un problema: ese tema de la pertenencia y el arraigo, porque yo soy hija de extranjeros y crecí en una familia multicultural. Mi familia es española-alemana. Por tanto, cuando estaba dentro de la familia hablábamos de una forma y comíamos de una forma, y cuando yo salía a la calle se hablaba de una forma muy diferente a la que yo conocía. Yo comí arepas muy tarde, las probé a los 8 años, una cosa así. Mi mamá todavía no hace hallacas, y eso que mis padres son, a pesar de que nacieron fuera, lo más venezolano que te puedas imaginar. Mi papá decidió estar enterrado en Venezuela y está enterrado en Venezuela. Mi papá no es de los españoles que hicieron fortuna, invirtieron en España y pensaron en regresar algún día. Mi mamá sigue en Venezuela. A mí me resultaba muy extraño. Me sentía como escindida, como viviendo dos realidades y no encontrándome en ninguna. Fíjate que sigo viviendo así, en esa extranjería. De hecho, extranjería fue una de las primeras palabras que aprendí. Ir a Extranjería era como ir a la natación. A mí me chocaba, por ejemplo, cuando la gente me decía “en esta calle vivió mi abuelo”. Ninguna de mis calles contaba las historias de mi bisabuelo, de mi abuela. Me sentía como rara porque además me llamaban gallega. Yo decía que no, que era venezolana. Ni siquiera mi familia era gallega, mi familia es canaria. Luego, cuando iba a Canarias, me llamaban  turista o me llamaban extranjera.

—Se sentía como en la periferia, ¿no?

—Claro, y aquí en Madrid tampoco soy española. A veces me pregunto de dónde soy. Creo que como hija de migrantes hice una suerte de vuelta a la tierra de mis padres, pero me quedé en el aire. Salté y me quedé suspendida. Pertenezco a un país cuyo mapa es ese cielo que cubre el mar que media entre ambos lados o que separa ambos lados. Ese es el único sentido de pertenencia que puedo tener, por un lado, y por otra parte no, porque la necesidad de la pertenencia se amplía y se hace más fuerte. Así que El Ávila me pertenece, pero, por ejemplo, yo creo que poca gente puede entender los volcanes como los entiendo yo, refiriéndome a cuando estalló el volcán de La Palma. Porque crecí con los cuentos de los volcanes de mis padres. Eso también es un sentido de pertenencia. Es un sentido emplazado en un imaginario, en las postales que nos enviaban desde acá, en la historia que mi mamá y mi papá averiguaban, buscaban e intentaban entender del país de arraigo. Luego, pues, durante las comidas en el colegio había venezolanos, pero también casi todos eran migrantes. Yo crecí en Chacao, en un edificio en el que había italianos, españoles, canarios, griegos, búlgaros; mi playa de infancia se llama Villa Croacia, una urbanización que está hecha por extranjeros, croatas, alemanes, griegos… crecí así, y crecí también entre venezolanos. Lo que para mí es un problema de chama se convirtió luego en una poética. Por eso trabajo estas historias de los dos lados, en mi escritura nunca deja de estar Venezuela, pero también tiene que estar Canarias, la Península, y también ese mareo lingüístico que viví. No sé qué te pareció Douglis, pero mi sueño en la vida es hablar así. Mi sueño es ser Yubraska. ¿Por qué yo no puedo hablar así? A mí de chiquita me corregían tanto que cuando escucho “guindó el paño” pienso en cuando mi papá me regañaba.

—Douglis es un personaje muy libre.

—Es libre, totalmente libre. Porque estaba en su sitio. Creo que los inmigrantes, como mis padres, se acoplan, se arraigan, se hacen del sitio, pero los hijos… Mira, mi papá decía una cosa que es muy cierta. Un día estábamos viendo un partido de fútbol entre España y Brasil. Y yo, por supuesto, lógicamente, le iba a Brasil. Mi papá se ofendió, pero no sabes cómo. Me dijo: “Mira, hija, si el partido fuera España-Venezuela yo le iba a Venezuela, yo no le iba a España. Cómo es posible que vayas a Brasil si ni siquiera hablas portugués, cómo es posible. Quieras o no, España está en ti”. Pero, bueno, no era cool, pues (se ríe). En los 80, ahora no porque tenemos equipo, Brasil era el equipo de los venezolanos. Mi papá ese día me dijo: “Hija, te voy a decir una cosa, esto me lo tienes que conceder, te voy a decir qué carga tenemos nosotros: aquí llegaron los italianos e hicieron hijos italianos, aquí llegaron los portugueses e hicieron hijos portugueses, aquí llegaron los alemanes e hicieron hijos alemanes, aquí llegaron los griegos e hicieron hijos griegos, pero los españoles nunca pudimos hacer hijos españoles. Yo entiendo tu venezolanidad, porque yo también lo soy, pero acéptame al equipo, por favor”. Eso es cierto. Si hablas con mis primos verás que son alemanes y no te van a decir que no, pero también tengo primos portugueses y son venezolano-portugueses, y verás que los hijos de italianos son venezolano-italianos. En cambio los hijos de los españoles, probablemente por el idioma, somos venezolanos, sin lugar a dudas. De algún modo es una no libertad, porque uno está creciendo cuestionándose: de dónde soy, de dónde vengo. Dependes de los cuentos de tu familia porque el otro lado queda muy lejos.

—De un capítulo a otro encontramos personajes hablando en primera persona, en tercera persona se cuentan ciertas anécdotas, luego están los poemas, los pensamientos. ¿Considera que fue arriesgado escribir una novela con tantos recursos?

—La verdad es que no. Te confieso que jamás pienso en el lector cuando estoy escribiendo. Me pongo a escribir y ya está. La novela fue pidiendo eso. No trabajo con esquemas ni mucho menos. Arranco y luego voy viendo, edito y voy viendo. Lo que pienso es que el inconsciente trabaja con la escritura, directamente. Suele pasar que escribes, tienes un título y piensas que es perfecto, así que lo guardas sin saber para qué lo vas a usar, y después lo usas. O a veces arrancas a escribir y el mismo texto te dice cuál es el título, a veces no, a veces te partes la cabeza. Lo que pienso es que la alimentación y lo sensorial están íntimamente relacionados con la oralidad. Por eso el trabajo con la voz, eso por un lado, y también hay una relación con lo fragmentario. Las sensaciones no son lineales, son fragmentadas. Los sueños son fragmentados, no son lineales, aunque tú los recuerdas a lo mejor linealmente porque tienes que ordenarlo lingüísticamente de algún modo. Pero estamos hablando de imágenes y las imágenes son cosas fragmentadas, son cosas que te asaltan. Eso por un lado, y por el otro, en la narrativa tiendo un poco a invadir los géneros. Cuando escribo narrativa tiendo al lirismo, y cuando escribo poesía tiendo a la narrativa. Supongo, mi idea, yo no soy psicoanalista, aunque he hecho psicoanálisis, que es una respuesta justamente a ese vaivén entre el aquí y el allá, ese mirar. Porque cuando estoy en España estoy añorando locamente estar del otro lado, y cuando estoy allá hay cosas que extraño de acá.

—A partir de estas líneas: “No temer a la palabra: desmitificarla, desacralizarla, relativizarla, situarla, adjudicarla, adscribirla, encararla”, me gustaría preguntar: ¿qué es la palabra para usted? ¿Cómo nació su amor por la palabra?

—La palabra para mí es todo. Todo. Es el mundo, el mundo en algo cifrado. A veces encuentro una palabra y pienso “uy esto hay que desenrollarlo, porque todo lo que incluye esta palabra puede tener miles de historias”. La palabra me habla constantemente. Así como regañaban, al mismo tiempo aprendí a leer sola prematuramente. Nunca mis padres me privaron las lecturas, nunca me censuraron, todo lo contrario. Mi mamá se hizo socia del Círculo de Lectores y me dejaba pedir lo que quisiera. Chiquita leí a García Lorca y entendía lo que entendía. Mi mamá decía “ella entenderá lo que tenga que entender”. Uno de los regalos más increíbles que me hizo mi tío alemán fue un diccionario enorme, yo no podía creerlo. Claro, estaba aprendiendo a buscar las palabras por orden, para mí eso era una cosa increíble. Siempre hubo amor a la palabra. Escuchaba a mi abuela, a mis tías abuelas, nombrar cosas con palabras que yo desconocía, o escuchaba a alguien de mi colegio decir cosas que yo desconocía. Eso me llenaba de curiosidad, la curiosidad es amor. Es querer conocer, es querer hacer parte, querer apreciar.

—Un personaje que llamó mucho mi atención es el de Pino Chica, que siente una aversión muy particular hacia la comida. ¿De dónde viene Pino Chica? ¿Qué opina de las personas de boca difícil?

—Yo soy de boca difícil. Fíjate las ironías del destino: trabajo con gastronomía. Yo opino que no se puede forzar a nadie a comer lo que no quiere. No sé si eso ha cambiado, pero cuando yo era pequeña poco se escuchaba a los niños y había que comer lo que te dieran, sobre todo cuando estás entre inmigrantes europeos que han conocido la guerra. No es el caso de mis padres, porque eran más jóvenes, pero sí lo ves en otra gente que, para compensar todo lo que vivieron, sobrealimentan a los niños, incluso con cosas que son muy de adultos. Recuerdo que en muchas mesas de socios o amigos de mi papá a los niños se les servía un poquito de vino rebajado. Vino con refresco, porque era como un juego, era lúdico. Pero lo que se olvida es que el vino era un aporte calórico en tiempos de guerra, pero aquí en Venezuela no hacía falta. Igual que el gofio, que tiene un aporte calórico que tampoco hace falta en Venezuela. Yo, que he trabajado la parte de ingesta, gastronomía, alimentación, me interesa sobre todo el punto de vista de las patologías, las fobias, las filias, todo eso. La gente cree que todo es como en Afrodita de Isabel Allende o como en Como agua para chocolate. No, la gastronomía, la alimentación, es un doble filo, es algo tremendo porque está lleno de símbolos. Recuerda que matas para vivir. Para vivir tienes que matar lo que te vas a comer. Todas las relaciones filiales, de amistad, todos los odios, todo pasa por la mesa. El diván pasa por la mesa. Las manías, como en el caso de Pino Chica, igual que el caso de otros personajes. Fíjate Jordi, que evitaba comer cosas venezolanas porque se le salía el acento venezolano. Ese tipo de cosas están allí, existen, son más comunes de lo que pensamos.

—Imposible no percibir un trabajo riguroso para asumir distintas voces, como por ejemplo la voz infantil. ¿Cómo logra hacer este registro durante el proceso creativo?

—No lo sé.

—¿No hay un método?

—No, no, no. Para nada. Sale y sale. A mí me preguntan muchas veces cómo hice algo y respondo que escribiendo. Es como cuando alguien hace una pirueta patinando y tú preguntas cómo lo logró: pues patinando, no desde afuera, lo logró dentro de la cancha. Es lo mismo, lo logras dentro del folio. Es mucho trabajo. Siempre hay que buscar la verosimilitud, ¿no? Y escribir de una forma con la que no saques al lector del texto. Eso es mucha edición. Tardo mucho en publicar porque el trabajo de edición para mí es mucho más grande que el trabajo de escritura.

—Y además es una novela muy oral, puedes pararte y leerla en voz alta.

—Sí, sí. Es así por lo que te digo, porque la oralidad está asociada especialmente a la boca, a la comida, comemos y pronunciamos con lo mismo. Conocemos los sabores con la lengua. El punto de articulación para cada letra está en la lengua también.

—Jordi en algún momento dice que cree que la literatura sirve para hacer justicia. ¿Es así para usted?

—Totalmente. Sirve para hacer justicia pero no puede ser propaganda, ojo. Esos son secretos del escritor con su texto y ya está, no hay mucho más, son las cosas que te hacen reír cuando estás escribiendo. Pero no hablo de esa justicia como militancia o una justicia como la literatura comprometida, no. Yo al menos no trabajo eso y tampoco es un tema que me interese.

—Dentro de la literatura venezolana actual ha construido un camino muy particular, con ese vínculo que plantea entre literatura y gastronomía. ¿Qué aprendizaje tiene de su trayectoria hasta ahora? ¿Ha sido un camino difícil estando su estilo en un nicho tan singular?

—Lo primero es que eso fue casi accidental. Yo no me di cuenta de que estaba haciendo eso. La verdad es que cuando empecé a escribir, una vez que vi las cosas, me di cuenta de esa repetición, pero yo también sueño con mucha comida. La comida tiene un peso importante en el sueño y los sueños tienen un peso importante en la comida. Yo empecé a trabajar con literatura y gastronomía haciéndole la suplencia al profesor Lovera, pero por casualidad también, por accidente. El profesor Lovera estaba de vacaciones, yo tenía un amigo que trabajaba en el diario El Globo, que ya no existe, y Lovera tenía una columna en el dominical. Mi amigo me preguntó si quería hacerle la suplencia. Empecé entonces a escribir sobre lo mismo, literatura y gastronomía. Hice la investigación para El sabor de la eñe, glosario de gastronomía y literatura del Instituto Cervantes, y me di cuenta de que realmente conocía mucho sobre el tema, pero nunca hice ex profeso este trabajo. Nunca dije “yo quiero hacer esto”. De hecho, las cosas que estoy escribiendo ahora van hacia otra parte, hacia otro lado. Y si te pones a ver, el poemario Lo que contó la mujer canalla no tiene nada que ver con gastronomía. Creo que con Hormigas en la lenguaTrae tu espalda para hacer mi mesa  y Bienmesabe hay un ciclo con este trabajo, pero no es lo único que hago, ahora estoy como apartándome. Lo que pasa es que la terquedad es mala, porque las cosas que quieres evadir siempre terminan buscándote otra vez. No me considero una autora gastronómica, sí me considero una escritora que trabaja la literatura y el vínculo de la gastronomía con las distintas manifestaciones artísticas, no solo con la literatura, sino con el arte, la música, etc. ¿Ha sido difícil? Creo que para todos. Independientemente de que trabajes literatura y gastronomía, la escritura es un camino duro, duro, duro, duro. Porque es un oficio solitario. A mí me hace muy feliz escribir, más allá de adónde vaya a terminar el libro, pero tú quieres que el libro termine publicado, tú quieres publicar en una buena casa editorial, tú quieres que ese libro se distribuya, porque para eso escribes. Así que no es fácil, al menos para mí ha sido un camino lento. Tengo mucha paciencia y no tengo prisa. Mucha paciencia aunque a veces me desespere, porque sí me desespero. Ha sido difícil, pero también he tenido suerte, no lo voy a negar. Pero la suerte sin el trabajo hecho no va a ningún lado. Se diluye.

—¿Por qué una reedición de Hormigas en la lengua en este momento?

—¡Ah! ¡Por la suerte! Esa reedición yo no la busqué, porque estoy trabajando otras cosas y, bueno, estábamos en la pandemia, en confinamiento. Sí es verdad que sentía que el libro, aunque tiene su público en Estados Unidos, lo cual es fantástico, fuera de ahí no existe. Las veces que el libro llegó a Venezuela yo lo llevé porque no se distribuye Sudaquia en Venezuela. Siempre pensaba en cómo hacer para que ese libro llegara a más personas, que llegara a mis paisanos. Pero llega la pandemia y entró todo como en un estado tan angustioso que se me olvidó. En medio de todo esto se comunica conmigo una chica maravillosa que también trabaja literatura y gastronomía, Laura Linares, que vive en México. Me explicó que estaba trabajando con una editorial y que quería el manuscrito. Yo oí eso como quien oye llover, porque es que uno oye tantas cosas. Se lo envié. Cuando me respondió me dijo que era una editorial española que imprime también en México, es Baile del Sol. Cuando me dice Baile del Sol a mí el corazón casi se me sale porque esa editorial es de Tenerife, y cuando yo me mudé a España soñaba con estar en ese catálogo. La editora de México me dijo que estaba sacando su propio sello y que hace unas coediciones con la editorial, ella quería que el manuscrito lo publicara Baile, porque piensa que al editor le iba a interesar. No me creí nada, ya aprendí a no hacerme expectativas. Unos meses después me dijo que el editor tenía un tapón por la pandemia, ya me lo esperaba. Pero en diciembre recibo un mensaje de WhatsApp en el que me dice que el editor había dicho que estaba interesado en la novela para el catálogo en coedición con Olinyoli en México. Ahí sí es verdad que lloré, ahí sí me permití la emoción de mi vida. Pero después de llorar volvió la que no cree en nada y dijo “hasta que no firme el contrato no me lo creo”. Cuatro meses tardó el contrato en llegar, y yo desesperada pero en silencio, hierática. Entonces llegó el contrato, que de sopetón firmé. Y dije “hasta que no vea el libro no me lo creo”. Te juro que recibí la caja con mis ejemplares de autor, la abrí para tomar una foto para las redes y ahí se quedó. Porque tardé como dos meses en creérmelo. Detrás de cada libro, aparte de la historia que cuenta, hay una historia increíble. Estoy contenta.

—¿En qué trabaja ahora?

—Estoy trabajando en una serie de reseñas, estoy corrigiendo una novela y terminando un manuscrito que es fragmentario. Esta novela, cuyo título no lo tengo claro, no tiene que ver con lo gastronómico, y la otra novela, la fragmentaria, tiene que ver un poco con lo insular y ese viaje o ese tránsito continuo que hay entre el archipiélago canario y Venezuela. Ahí me permito más licencia, ahí me acerco quizás un poco más a lo poético que en la otra.

—Hace unos meses hubo en redes un debate, luego de que una compañía usó un nombre comercial para referirse a los tequeños, sobre la importancia de proteger nuestros platos tradicionales. ¿Es necesario, quizás hoy más que nunca, velar por el respeto a nuestra gastronomía?

—Por supuesto. Porque antes no había diáspora, ahora sí. Fíjate que nosotros pronunciamos palabras insólitas en japonés. Si hay algo que hicieron los mexicanos que migraron fue conservar sus palabras y velar por sus platos. Porque al fin y al cabo esa es tu cultura, la cultura que metiste en la maleta. Tequeño es nuestra palabra, forma parte de nuestro acervo, no solo en la mesa, forma parte del acervo escrito, del acervo histórico, del acervo pronunciado. No solo lo que se degusta, sino lo que se pronuncia. Igual que en tiempos en que no había comida en Venezuela, ahora por el momento bodegón como aparentemente hay de todo la gente sí habla de comida. No, es al contrario, cuando no hay comida es cuando más hay que hablarla, porque si no lo hacemos olvidamos los nombres. Fíjate cómo la comida en la isla de Cuba está fosilizada. Es una comida que es casi para turistas. No sé cuánto habrá cambiado eso ahora. Está el caso específico de una cocinera cubana, Nitza Villapol, que hizo un recetario con comida de sucedáneos amparada por la dictadura. En televisión hablaba de lo nutritivo de esto y sabemos que no, sabemos las carencias y las enfermedades que ha habido por una nutrición pobre. Eso por un lado, pero por el otro se han perdido muchísimas palabras que son difíciles de rescatar. Porque habría que buscar en los libros de antes de la revolución. Así como nosotros pronunciamos choclo, huitlacoche, lo mínimo que podemos hacer es aspirar a que los demás pronuncien nuestras palabras. Además es un gesto generoso: compartir tu cultura con los demás, compartir y ampliar el glosario gastronómico. Uno de los puntos de encuentro más hermosos que hay entre la cultura que recibe y la que llega está en la palabra y en los sabores. Eso es lo que más acerca a las personas.

—En España cada vez vemos más movimiento literario venezolano. ¿Cómo percibe la literatura venezolana que se escribe desde allá? ¿Siente que hay conexión entre los autores que están en España, los de Venezuela y los que residen en otros países?

—Yo soy bastante aislada. Se lo comentaba a una escritora boliviana en estos días. Yo tengo 23 años viviendo en España, tengo el mismo acento, el mismo modo de gesticular, pero yo nunca he establecido relaciones en ese tiempo. Estoy aquí posada como una epífita, soy como una suerte de orquídea cuyas raíces no llegan, están ahí en el árbol. En cuanto a los venezolanos en España, creo que podríamos pensar en dos grupos, que no están divididos ni mucho menos: los que tenemos más tiempo acá y los que han ido llegando. Esto es casi generacional. O sea, aquí estamos primero Juan Carlos Chirinos, Juan Carlos Méndez Guédez, luego llegué yo, luego Doménico Chiappe, mucho después Michelle Roche Rodríguez, Karina Sainz Borgo llegó por la época de Domenico, así como Verónica Jaffé, María Virginia Jaua, María Gabriela Lovera, Eduardo Sánchez Rugeles y Luis Enrique Belmonte; luego han venido llegando algunas personas de mi edad y otras más jóvenes, por ejemplo, el caso, que me interesa mucho, de Andrea Sofía Crespo. Me parece que es una escritora que se está moviendo, además como poeta, la poesía es difícil de mover. Luego comencé a ver editoriales que están trabajando. No solo Kalathos, sino editoriales como Lecturas de Arraigo, gente joven que está haciendo cosas, o librerías como Los pequeños seres de Patricia Heredia Pelaca y Leo Maita. Y con respecto al resto de países, un poco lo mismo. Creo que las redes nos unen a todos. Pienso que además dentro y fuera estamos escribiendo más o menos lo mismo, porque los que están dentro están viviendo una suerte de exilio, de insilio, un desarraigo, o un cuestionamiento constante. Coincidimos a veces cuando hacen, por ejemplo, ferias como la del oeste de Caracas. Yo me llevo bien con todos, los leo a todos. Mónica Montañés también está acá, le va muy bien con su libro Los distintos, publicado por Ekaré. Veo que comienza a haber un interés por la literatura venezolana, porque además es chiquito, al fin y al cabo somos un país pequeño. Creo que está creciendo la literatura venezolana, está creciendo bien, sana. Todos estamos como muy marcados por lo que ha pasado en estos 20 años. Eso afecta también la escritura o interviene la escritura. A mí lo que me duele de algún modo es cuando veo que hacen diferencias entre los que están fuera y los que están dentro. Porque creo que somos un mismo corpus, un mismo camino en la escritura, somos un mismo país que tiene una voz peculiar. Pero estoy muy contenta de ser parte de la literatura de mi país, sobre todo cuando la amas tanto.


Hormigas en la lengua tendrá dos presentaciones:

México: 12 de mayo, a las 5:00 pm de Ciudad de México, en la Librería U-Tópicas. Tendrá transmisión online. Presentan: Magela Baudoin y Felipe Restrepo Pombo

España: 15 de junio, a las 7:00 pm de Madrid, en la Librería Lata Peinada. Modo presencial. Presenta: Jesús Ruiz Mantilla

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