- Ángela Ramos
- Entrevistas
Por Santiago Gil/TIEMPO DE CANARIAS
Vivió rodeada de historias desde que era niña, en las voces que habitaban sus paisajes y en los primeros libros que fueron llegando a sus manos. Ha estudiado Filosofía y Periodismo, ha trabajado en París, y ahora vive a caballo entre Tenerife y Gran Canaria. Poeta y narradora, Ángela Ramos va escribiendo su obra en silencio, casi sin hacer ruido, pero sabe que en sus libros queda el eco de todo lo que ha aprendido y del trabajo, creativo y constante, de muchos años.
En esta entrevista, que vuelve a contar con el maravilloso trabajo gráfico de Carlos Díaz-Recio, Ángela nos cuenta quién es, cómo es y de dónde viene su literatura, sus poemas, sus cuentos y sus novelas, todo ese mundo que ella ha ido transitando siempre con palabras.
Tienes ocho años y sales de tu casa un día de marzo entre semana, cuéntame lo que ves y lo que haces.
Nací en un campo maravilloso, rodeada de gente que contaba historias. Contaban historias mis hermanos, mis padres, mis tíos, mis abuelos y los vecinos que llegaban a la barbería de mi padre. No había sobremesa o encuentro que no tuviera su historia añadida, su anécdota, su pequeño o gran recuerdo.
Desde pequeña estaba rodeada de hermanos que estudiaban. En aquella época de mi infancia, se potenciaba más el estudio de los hombres que de las mujeres, así que, mientras mis hermanas se fueron a trabajar a las zafras del Sur, mis hermanos se quedaron en Los Salesianos de Guía para estudiar Bachillerato.
Cuando venían a casa, estudiaban en una mesa que colocaron en el centro de una de las habitaciones y la llenaban de papeles y libros, y yo, que era bastante más pequeña que ellos, me entretenía viéndolos llenar sus fichas con esquemas y adorando sus caligrafías perfectas. Presidiendo esa mesa estaba también una máquina de escribir, con la que ellos pasaban sus apuntes a limpio. A mí me empezó a atraer aquella máquina, y les pedí un manual para aprender dónde tenía que poner los dedos para teclearla. Recuerdo pasar muchos días intentando teclear de manera perfecta, pero los dedos meñiques siempre se me resistían. Tenían poca fuerza. Yo tendría siete u ocho años. Por esa época, un hermano que empezó a estudiar en La Laguna, me regaló un libro ilustrado titulado “Poemas para niños” de Federico García Lorca. Me lo aprendí de memoria. Aún me acuerdo de muchos de sus poemas: El lagarto está llorando, la lagarta está llorando… Aquellos poemas junto a sus imágenes empezaron a desarrollar mi imaginación infantil, en una época en la que ya construía letras de canciones con sus melodías añadidas.
También fue la música que se oía en casa, como Serrat con sus composiciones dedicadas a Antonio Machado y a Miguel Hernández, Neil Diamond, Demis Roussos, Leonard Cohen. La poesía me entraba por los oídos y empezaba a fermentar dentro. A eso se unía una madre que cantaba coplas mientras hacía las cosas, o recordaba los versos que se había aprendido de pequeña para los enramados del mes de mayo.
De hecho fue mi madre quien me enseñó a leer y a escribir antes de ir a la escuela. Recuerdo repasar la cartilla sobre su máquina de coser. Esa fue la razón de que me pusieran en un curso superior casi de manera inmediata cuando entré en la escuela, y tuve siempre un año adelantado respecto a los niños de mi edad. Eso me dio mucho impulso y la sensación de tenerle un año ganado a la vida.
¿Y cuáles fueron tus primeros libros?
En ese ambiente andaba inmiscuida hasta que, ya con nueve años, se organiza un concurso en el cole para el día del libro. Era una redacción sobre la importancia del libro. Me concedieron el primer premio que consistía en un lote de libros entre los que estaba Mujercitas, Fabiola, Hombrecitos. Estos serían los primeros libros que devoré en aquel campo donde aún no había televisión, o sólo la podíamos ver por la noche cuando ponían un motor eléctrico para dar luz en las casas.
Pasó el tiempo y en octavo de EGB, Don Manuel nos mandó a leer libros apropiados para nuestra edad. Esos libros empezaron a despertarme la imaginación. Estaban ambientados en ciudades llenas de luces de neón. A veces eran historias duras, de chicas que habían pasado por reformatorios, como Nacida Inocente, o historias de amores complejos, como Love Story o Sublime amor juvenil. Fueron libros que, aunque no entendía mucho de su calidad literaria, me abrieron la imaginación a otras realidades y otras emociones. Me despertaron el deseo de escribir historias ambientadas en ciudades llenas de luces de neón y paseos por puertos lejanos.
¿Y cuándo escribiste tu primer poema?
Con esa inquietud llegué al instituto de Guía, y con un permiso especial del inspector porque aún no tenía la edad para cursar Bachillerato. Tenía 13 años. Aún no sospechaba que aquel lugar estaba lleno de profesores curiosos que iban a ser un gran estímulo para esa imaginación que ya se había despertado desde tiempo antes. Fue a partir de segundo de Bachillerato, en una clase de la Cortí, cuando escribí mi primer poema mientras miraba el barranco a través de la ventana. Escribí una línea debajo de otra describiendo lo que veía y lo que sentía y, cuando lo terminé, me di cuenta de que aquello era un poema. Aún recuerdo la sensación de sorpresa al ver que había surgido así, de manera casi espontánea y fruto de los innumerables “En realidad, desde luego…” que ella repetía como muletilla. Lo guardé en mi maleta y lo dejé reposar hasta que empezaron a brotar muchos más. A veces me preguntaba cuál era la razón de que brotaran de mí de aquel modo tan inesperado, y me di cuenta de que era una forma de comunicarme con los ausentes. La soledad y el aislamiento estaban sirviendo de estímulo. Vivía lejos del pueblo, en un valle con apenas tres vecinos y sin teléfono y, escribir, era una forma de comunicarme de manera indirecta con los demás. Sentía ganas de hablar con alguien y no podía, entonces escribía un poema y ahí quedaba grabado. Cuando encontrara al receptor o receptora, se lo daría. Y así empezó a llenarse una carpeta con folios repletos de versos pasados a limpio.
¿Y el tiempo, cómo contarías lo que es el tiempo a quien no supiera lo que es?
El tiempo para mí fue siempre una obsesión. Quería olvidarme de que pasaba, de que se iba y de que nos íbamos con él. Muy temprano en mi vida quise olvidar, incluso, la fecha de mi cumpleaños. Quería que llegara un momento en que no supiera la edad que tenía. De hecho, mi primer poemario se tituló: “A destiempo”, y dentro hay algunos poemas dedicados al majadero reloj.
Sin embargo hoy entiendo que una cosa es el tiempo cronológico, otra el biológico, y otra el psicológico. Que no importa tanto tu edad, sino la energía que sientas en tu interior y las ganas de vivir. Esos distintos relojes tienen cada uno su ritmo y a ellos debemos atenernos. Además, muy pronto sentí que escribir es una forma de ganarle tiempo a la vida.
Me gustaría que nos detuviéramos en tres nombres de esos años del Instituto: Eduardo Perdomo, María Teresa Ojeda y María Teresa Arias. ¿Quiénes eran, qué papel jugaron en la escritora que fuiste luego?
El instituto fue, para mí, la fuente de estímulo que necesitaba para coger impulso. Las profesoras María Teresa Ojeda y María Teresa Arias me empezaron a ofrecer lecturas que me hicieron sentir cómo la literatura podía hacerte viajar lejos, ser otra distinta, sumergirte en otras problemáticas y olvidarte de ti. En el Instituto de Guía empezó a consolidarse mi vocación literaria. Los concursos literarios que empecé a ganar año tras año, no sólo de poesía sino de narrativa, me empezaron a dar seguridad respecto a lo que escribía. También fue un impulso el resto de profesores como Eduardo Perdomo con sus obras de teatro dedicadas a Alonso Quesada. Incluso el profesor de biología hablaba de Literatura y me regaló un libro de poemas de César Vallejo. Enrique Contreras, el profesor de Inglés, también escribía poemas y se interesó por lo que yo hacía. La revista del centro fue también otro gran estímulo para los que nos iniciamos en ese mundo.
Estudiaste dos carreras y has vivido en muchas ciudades, cuéntame ese periplo vital y académico.
Que acabara estudiando Filosofía en vez de Filología fue algo que condicionó bastante mi vida. A veces las opiniones o recomendaciones de las personas que nosotros consideramos una autoridad pueden afectar y dirigir nuestras vidas hacia derroteros que no eran los que inicialmente esperábamos. La verdad es que amaba tanto la literatura que no quise estudiarla por miedo a aborrecerla. Parece una paradoja, pero es así. Un profesor del instituto me dijo que iba a tener mucha crítica literaria y que era mejor dedicarme a ella en el tiempo libre. Y eso hice, pero el tiempo libre no era tanto, y la literatura siempre estaba reclamando su espacio. Así sigue siendo hoy en día. De ahí la necesidad de ese tiempo y la búsqueda del tiempo de silencio y soledad para crear que no siempre llega.
Estudié Filosofía en La Laguna y también Periodismo, porque era otra de mis vocaciones. Esto último me llevó a vivir a París y a colaborar con las emisiones de Radio Francia Internacional bajo la dirección de Ramón Chao, el padre de Manu Chao, al que conocí cuando formaba parte de Mano Negra. Fue una experiencia muy enriquecedora. Mi madre me oía a la una de la mañana todas las noches, sintonizando la onda corta, en informativos que viajaban por el atlántico hasta llegar a América Latina. Las temporadas en la Maison de la Radio de París y mi vida allí fue una de las experiencias más intensas que he tenido en mi vida. Al regresar, terminé Periodismo y me fui a buscar trabajo en la radio, pero era una época de reajustes por la crisis y, aunque me decían que tenía un curriculum espectacular, estaban mandando al paro a muchos locutores. Así que acabé en el Diario de Las Palmas, donde colaboré durante un año. El trabajo de periodista me encantaba, pero era tan intenso que tampoco me dejaba tiempo libre para escribir. Apenas tenía tiempo de releer mi artículo al día siguiente. Además el sueldo era bastante escaso. Por eso acabé presentándome a las oposiciones y me subí al tren del funcionariado cuando casi ya no había plazas de mi especialidad. Desde entonces me dedico a dar clases de Filosofía y Desarrollo Personal, que se ha convertido en otra de mis pasiones. Me encanta dar clases y estar con mi alumnado. Impartir filosofía es uno de los mayores regalos que me ha dado la vida, sentir cómo la mente se abre, cómo aparece el niño curioso hacia la vida y lo que le rodea, cómo indagamos en el de dónde venimos y hacia dónde vamos y qué podemos hacer para mejorar nuestra vida y la de los demás. Creo que, tal y como está la sociedad hoy en día, los profesores tenemos una gran responsabilidad en sensibilizar a nuestros jóvenes sobre lo que es importante y lo que no, y cómo convertirnos en mejores personas. Las humanidades, y entre ellas la historia del siglo XX, son fundamentales para no repetir errores que ya se están cometiendo con guerras como la que estamos tristemente presenciando ahora.
¿Y para qué se adentra en la novela la otra Ángela Ramos, si es que es otra distinta a la poeta?
Inicialmente no me adentré en la novela, sino en el cuento. Aún recuerdo el cuento con el que pasé de ser sólo poeta a también ser narradora. Se titulaba “Bajo los castaños”. Recuerdo que le cambié el narrador no sé cuántas veces hasta que di con el definitivo y con el tono. Luego lo envié a un premio joven del Gobierno de Canarias y me gané el primer premio. Sería por los años 90.Recuerdo que, cuando recibí la noticia, mi cuerpo no cabía en la habitación. Era como si tuviera otra carrera, otra disciplina, no sé.
Yo había oído a muchos escritores quejarse de ser sólo poetas y no poder ser narradores, o al revés. Aquello me abría una puerta hacia otro lugar que aún desconocía, porque estaba muy cómoda sólo escribiendo versos, pero en aquella época sentía que la poesía tenía pocos lectores. Después de ese relato vinieron otros, que también fueron premiados, como el de La Mortaja. Y así fue pasando el tiempo hasta que la novela se fue imponiendo en mi cabeza y los temas fueron también buscando su espacio. De momento tengo publicadas “La vida que nos queda”, que quedó finalista en el Premio Ciudad de Valladolid 2013, y la que acabo de sacar, “Casa Cerrada”. Pero tengo otra pendiente de salir y ando trabajando una nueva, que he comenzado estos días. No te digo las que tengo en la gaveta, que son varias. Llevo muchos años ya con la narrativa en mi cabeza. La poesía brota ahora de otro modo, o brota menos. Quizás porque se me camufla con la narrativa.
Antes se me olvidó comentarte que también estudié Teoría de la Literatura en Granada, un año sabático que me pedí en el 2007, y me apasionó especialmente la Crítica Literaria que tanto me hicieron temer.
Sé que es muy difícil, pero te voy a pedir el nombre de tres libros sin los que tu vida no hubiera sido nunca la que es?
Es difícil eso que me planteas. Elegir sólo tres libros es muy poco. Creo que aquel de Lorca de “Poemas para niños” fue fundamental. Luego llegó, con trece años, “Cien años de soledad”, que me volvió loca de la cabeza con tantos Arcadios y Aurelianos, pero que me hizo enamorarme de la literatura hispanoamericana, que empecé a devorar durante los veranos. Me leí toda la obra de Miguel Ángel Asturias, que con su “Hombres de maíz” me abrió a un mundo, el indígena, y sus valores, hacia el que siempre tuve mucho interés desde entonces.
“El pan desnudo” de Mohamed Chucri me abrió también al mundo de la literatura africana, de la que leí todo lo que cayó en mis manos en esa época. También recuerdo un libro que me marcó de Ciro Alegría, “Los perros hambrientos”, que me dejó pensando en él durante mucho tiempo. Beltrand Russell y sus “Principios de filosofía”, condicionaron también mi afición temprana a la filosofía porque lo leí con trece años. Recuerdo de llevármelo a un bosque cercano a mi casa para leerlo durante la sobremesa y empezar a darle vueltas a la realidad, porque él decía que una mesa no era una mesa, y que lo que percibíamos de la realidad no era la realidad misma. Pero también empezó a gustarme la filosofía oriental. Krishnamurti, con libros como “Verdad y Realidad”, “Más allá del pensamiento”, “Sobre la vida y la muerte”, etc., llenaron mi mente adolescente de respuestas a preguntas que uno se formula en esa época y, sobre todo, me iniciaron en la importancia de la contemplación y la meditación para equilibrar el espíritu. Luego me metí en la carrera de Filosofía esperando encontrar a autores orientales, pero me decepcionó bastante lo etnocéntrica que fue la misma y que sigue siendo actualmente. Los estudios del ser y del conocimiento de uno mismo le deben mucho a la filosofía oriental y tenemos mucho que aprender de ella.
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